A Mercedes Campusano de Pérez

A Mercedes Campusano de Pérez

MARTHA PÉREZ
«Desperté esta mañana y sentí con tristeza que la vida no es vida sin amor…» Eso dice una melodiosa canción de esas que sirven para encontrar el sabor dulce de la vida en medio de los acre o los sinsabores que las circunstancias ponen ante todos, sin distinción. Y cuando ese sabor dulce se sabe disfrutar, se sabe vivir, los acre ni los sinsabores afectan la dinámica diaria de los seres humanos, sometidos a múltiples dificultades.

¡Qué dulce fue tu amor Mercedes! Tal vez parezca que reproduzco la frase de un macho enamorado que la saca del fondo de su corazón para la dama que se aleja. No. Esa es mi madre!, la mujer que a merced de su ejemplo, de su amor, de sus enseñanzas y su alegría me dejó junto a mis hermanos Virginia, Magali, Angel, Jesús, Belkis y Freddy, y sus 20 nietos y dos bisnietos, yéndose con la muerte el pasado viernes 3 de los corrientes. Pero el dolor no me duele tanto, porque la satisfacción que siento al haber podido pasar más de cuarenta y cinco días junto a ella, mientras estuvo hospitalizada, con el apoyo de mis hermanos y de otros familiares cercanos y amigos, dándole amor con los medicamentos, con la sabiduría de la ciencia, convirtió el dolor natural que causa la muerte de un ser querido, de un ser humano, en fuerza, entusiasmo y valor para seguir viviendo.

El dolor no me duele, Mercedes, porque tus problemas de salud no te convirtieron en una enferma, en una paciente de tus médicos, primero del doctor Jacinto Mañón, eminente cardiólogo, luego del doctor José Silié Ruiz, eminente neurólogo, y posteriormente del equipo médico del Hospital General de la Policía Nacional, con eminentes especialistas, indistintamente en tus diferentes etapas del tratamiento que todos supieron dirigir eficientemente, hasta que tu organismo dijo: No hay más respuestas. Durante el tiempo de quebranto de tu salud no te quejaste, reías, vivías, te convertiste en la mascota de la familia; cuando la respuesta cerebral no llegaba a tiempo para expresarnos algún sentimiento, tú sabías esperar y hacernos esperar. ¡Cómo aprendiste, Mercedes, a vivir y a sobrellevar tu quebranto! Me enseñaste que el amor vence el temor y que la alegría es el mejor y mayor ingrediente para mitigar cualesquiera de las afecciones orgánicas, ya sean físicas, mentales, psicológicas, neurológicas, emocionales (para comprensión de dolencias).

Por eso, cuando era yo y no tú que luchaba, en tu lecho, contra la muerte que había venido por tí, la «fortaleza» física que veía en tu rostro, de aparente color normal, brillo en tus ojos que se abrían cuando yo te sentaba para extraer las secreciones que ocupaban tus pulmones, cuyo ruido, que por creencia de algunos es el de los que ya se van de este mundo, turbaba mis oídos y me impulsaba a darte toques en la espalda hasta drenar tus bronquios, que de hecho y por segundos parecía aliviarte. Por eso, cuando ya tu cuerpo inerte, luego de haberte vestido de blanco y maquillado tu rostro, ante los ojos sorprendidos y cuestionantes de mi hermana Virginia y los movimientos nerviosos de mi prima hermana Gladis, era sacado de la habitación del centro médico hacia la morgue, mis lágrimas no salieron, dieron paso a un suspiro de seguridad, de comprensión, de aceptación, de satisfacción y de esperanza, que me ha mantenido reproduciendo en mis labios la sonrisa que siempre marcabas en los tuyos y que me hizo descubrir, pasado el tiempo, que en eso te parecías tanto a mí.

Esos sentimientos que viví en ese momento, se multiplicaron con la homilía que dedicó para ti el padre Enmanuel, de nacionalidad haitiana, en la misa de cuerpo presente antes de tu sepelio, cuyas palabras fueron reafirmadas por una multitud que llenó el amplio salón de la parroquia Nuestra Señora del Rosario, en Manoguayabo, donde residías. Y con el homenaje que allí te rindieron tus hermanas de la Congregación Sagrado Corazón de Jesús, quienes vestidas de blanco y con la consagración en cinta roja y medalla plateada en sus pechos, al igual que tú, cantaron para tí y rememoraron tu ejemplo cristiano, calificándote, como el padre Enmanuel, como una Santa.

Oh mamá! ¿Mereceré yo y mis hermanos ser los frutos de esa Santa que dijeron ellos eres y la que tú «sacaste» durante tu vida y tu enfermedad, como esa niña o niño que todos llevamos por dentro? Tal vez no lo merezcamos, pero algo nos ha tocado con esa formación en valores cristianos y éticos-morales que nos diste. Seguiremos tu ejemplo, irrepetible, para convertir el orgullo que sentimos de ser tus hijos, en tu orgullo por habernos traído al mundo y ser como quisiste que fuésemos. Paz a tus retos, amor y alegría siempre en nuestros corazones. Adiós, mamá, mi Mercedes por siempre.

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