A mi madre querida, en su día

A mi madre querida, en su día

Luis Scheker Ortiz

He pensado mucho en ti, madre querida, desde el momento de tu amarga partida cuando la parca decidió arrebatar tu vida, dejando en mi corazón una herida abierta que no cicatriza todavía. A partir de ese amargo momento, cuando el destino quiso arrebatarte y alejarte de nuestras vidas dejando una estela de pesar y un abismo enorme en mi vida igual que a tantas otras personas de distinto porte que te conocieron o sin conocerte igualmente ayudaste, porque así era de noble tu corazón, siempre abierto dejando, al partir, un enorme hueco en mi vida.

He pensado mucho en ti o quizás muy poco, lo confieso, a pesar lo mucho que te quise y te sigo queriendo habiendo, junto contigo, pasado tantas primaveras y tantos inviernos. ¡Toda una vida!

Día y noche desde niño amamantándome, hasta llegar a la edad madura me nutriste con tu sangre generosa, dándome tu aliento y alimento. Tu amante corazón siempre latiendo a la par con el mío, acunado en tu regazo, cálido y tierno. ¡Cómo, Madre mía, olvidarte! Pero me niego a recordarte triste y abatida. Cuando la parca tocó tu puerta y te llama, me asalta tu mirada triste, resignada, tu figura esbelta ya desgastada y así , madre mía, te confieso, mustios tus ojos azabache así no quieren mis pupilas retenerte, Así no quiero ni pensarte.

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Prefiero verte como eras y pensarte ilusionado como cuando niño me amamantabas y como sigues siendo para mí todavía allá en el infinito, en la casa del Señor que todo lo puede donde te cobija y descansa tu alma, madre mía.

Era mi madre, fulgor de estrella brillante, Iluminado faro de luz en puertos despoblados, siempre en búsqueda de barcos perdidos, siempre con una llamarada de esperanza. Así quiero recordarla, viva, afanosa, inagotable en lo alto del cielo, con el Padre Eterno entre millares de mariposas presurosas, de luciérnagas curiosas, de cantos de ruiseñores, susurros de palomas o chirridos de grillos estridentes, que en su caminar generoso todo tiene igual cabida.

Me cuentan que desde pequeña mi madre era tremenda. Gustaba montar bicicleta en la barra con su hermano, corretear en las ancas de un burro o de una yegua alacena, trepar las ramas de los frondosos guayacanes. Ya adulta, disfrutaba de la lectura de libros prohibidos, de Vargas Vila como también se deleitaba con los versos de Bécquer y Amado Nervo. Era, lo que podría decirse, una rebelde sin causa, porque por sus venas corría la sangre de su abuelo combatiente de mil batallas libertarias y tantísimas asonadas. Con vocación docente, fue maestra rural y Directora del plantel Sombrero, su amado campo, sin horario, sin jornal ni descanso hasta marchar a la capital donde encontró a su poeta, formando juntos un hogar con sabiduría y gracia prodigando consejos, enseñando verdades que solo una madre sabe valorar para bienestar de sus hijos y de la Patria. ¡Cómo olvidarte Madre!