Los viejos “sociólogos del conocimiento” creían que la devoción religiosa sólo era posible en las pequeñas comunidades. En las aldeas todo el mundo se conoce, cada vecino está “al día” sobre las enfermedades, sufrimientos y pasiones de sus “compueblanos”; conoce sus amores y rencores; en ocasiones, hasta el monto de sus deudas. En poblaciones pequeñas “se sabe” quién bebe muchos tragos, quién engaña a todo el mundo y quién trabaja con ahínco. Cada habitante es percibido por el otro como una entidad humana con sentido y significado. En las grandes ciudades es imposible conocer la intimidad de los demás. Las relaciones interpersonales son precarias y dificultosas.
En Nueva York es de rigor presentar el carnet de identidad para iniciar los pasos de cualquier gestión burocrática; tarjeta de crédito, lugar de residencia, dirección electrónica, son inexcusables. En el ascensor de un edificio de apartamentos los usuarios ni siquiera se miran. Son extraños que viven separados por un tabique, como si fuesen prisioneros de guerra aislados en celdas contiguas. Todos corren a sus respectivos trabajos, a la “contienda” diaria que llevará a cada uno a ser un “ganador” y no un “perdedor”. Lo mejor es no conocer a mi vecino; de ese modo no tendré oportunidad de “amar al prójimo”. En la “lucha por la vida” es preferible arrollar a un desconocido.
Muchos artistas –poetas, pintores, novelistas- han expresado la soledad de la gran ciudad. Desde el balcón del vigésimo piso de un edificio de apartamentos una mujer mira hacia abajo para ver pasar los automóviles. Los problemas humanos deben contemplarse “de lejos” para evitar que influyan negativamente en nuestros afectos. Esa situación está “mostrada” en un famoso cuadro de un pintor norteamericano.
Esta vieja disyunción es ahora más grave que en el pasado. Los habitantes de las ciudades han sido siempre “menos sentimentales” y más avispados que “los campesinos”. Pero la vida urbana de hoy tiene ingredientes nuevos; y algunos viejos se han emponzoñado. Trampas financieras, crímenes por encargo, comercio ilícito, son más frecuentes en grandes ciudades. Las “lecciones” que reciben las pequeñas comunidades proceden de las urbes gigantescas que rigen el mundo. “No creer en nada es la norma”, afirma un vistoso cartel de Manhattan. (2012).