A PLENO PULMóN

A PLENO PULMóN

Nadie aprende “en cabeza ajena” es una expresión que usaban las “personas mayores” para aleccionar  a los niños y evitarles “contratiempos”.  Hasta que no te pique una abeja no sabrás lo mucho que duele, oí decir a una de mis inolvidables abuelas.  Nada puede sustituir la experiencia propia.  Estamos condenados a sufrir o gozar de las experiencias, con nuestro cuerpo y nuestra cabeza; sólo así convertimos en conocimientos “las cosas que nos pasan”.  Recuerdo a menudo un consejo desoído de mi abuela sobre la peligrosidad de algunos meandros del río Camú.

 Mi abuela materna vivía en La Vega; nosotros en Santo Domingo.  Por tanto, no la veíamos con frecuencia.  Había que esperar las vacaciones escolares de verano para visitarla.  Cariñosa, incluso consentidora, mi abuela no era dada a prohibiciones y regaños.  Me llevaba a conocer cosas que yo nunca había visto: la fabricación de longaniza, los trabajos de carpintería para instalar “camas” en los camiones de transportar productos agrícolas.  Quería que viera con mis ojos la forma en que se ganaban la vida los pobres.

Pero un día me dijo estas palabras: Federico, no vayas a bañarte al Charco de San Julián; es peligroso; ahí se forma un remolino; la corriente te llevaría al fondo; se han ahogado varios muchachos.  Mi abuela construía las frases de sus recomendaciones de manera directa, concisa.  Creo que ella influyó considerablemente en “el ritmo” de redacción periodística que desarrollé después.

 Tan pronto mi abuela  acabó de decirme lo que he contado, salí de la casa, fui derecho al río, al recodo del Charco de San Julián.  Allí estaban mis amigos veganos, desnudos casi todos.  ¡Capitaleño, tirate al charco! ¿tienes miedo?  Enseguida me quite la camisa y los pantalones, trepé a un barranco y me lancé de cabeza.  Entonces sentí que el remolino me “llevaba al fondo”.  Subí, braceando, y la succión me hacía bajar otra vez; y así me ocurrió media docena de veces.  Fatigado ya, me dije: eso fue lo que me advirtió mi abuela.  Afortunadamente, un tipo musculoso que miraba desde la orilla, se dio cuenta de que estaba en apuros, me haló por los cabellos, luego por un brazo y me arrastró, exhausto, a lo seco.

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