A PLENO PULMÓN

<STRONG>A PLENO PULMÓN</STRONG><BR>

Los editores son hombres de negocios; y no puede ser de otro modo.  El papel, la tinta, las máquinas de imprimir, cuestan mucho dinero.  Para que un texto llegue a ser compuesto y diagramado se requiere de la intervención de un montón de personas calificadas, que perciben buenos salarios.  El mercado de libros es “muy competido”.  Los colores de las cubiertas, la calidad del papel, son asuntos menores comparados con  la publicidad… y el acierto con los enmarañados gustos del público común y corriente, que compra libros y no ama la lectura.

Los periódicos, la televisión, la red de Internet, han cambiado los hábitos de lectura del “gran público”.  Los “especialistas”  de la literatura lo lamentan; los hombres de refinada cultura también.  Pero a los vendedores de libros no les importa la excelencia literaria; lo importante es que mucha gente compre la “mercancía”.  El libro no es sólo un objeto cultural; es una mercancía, como todas, sujeta a la ley de la oferta y la demanda. Antiguamente existían editores cultos, responsables, que admiraban a los escritores de talento, que disfrutaban de las creaciones poéticas.  Ellos intentaban contribuir al perfeccionamiento de la sociedad.  Kippenberg, en Alemania, Feltrinelli en Italia, son ejemplos de primer rango.

El género novela, que fue la lectura predilecta de las clases alfabetizadas del siglo XIX y comienzos del XX, estableció un mercado, cada vez más amplio a medida que se expandía la educación de las masas.  Las viejas novelas psicológicas, los relatos con experimentos “vanguardistas”, las narraciones de carácter sociológico, dejaron su lugar a la novela rosa, a los cuentos de policías y bandidos, a la literatura pornográfica.  Las preferencias del público son “última palabra”.  Entre Shakespeare y Harry Potter es preciso escoger a este último, proclaman los editores contemporáneos.

Historias de tiranos, asesinos, banqueros encarcelados, chulos de barrios bajos, prostitutas, vampiros, enfermos sexuales, espías internacionales, tienen asegurado el buen éxito.  La población está condicionada previamente por los medios de comunicación masiva.  Hitler o Mussolini, Stalin o Trujillo, el narcotraficante Gaviria o Jack el destripador, son la misma cosa: materia prima para sacudir la modorra y la rutina de oficinistas esclavizados por los horarios de las empresas y de los trenes.

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