A pleno pulmón

 A pleno pulmón

Ninguna sociedad aprueba y acoge con agrado los escritos de pensadores y poetas. Por regla general sus “dichos y revelaciones” son sentencias urticantes; ellos ponen de manifiesto aspectos de la convivencia que preferiríamos no conocer.  Cuando se reciben malas noticias, el primer impulso es “castigar al mensajero”.  El irónico Sócrates fue un razonador atrevido; convertido en “tábano” de la sociedad ateniense, pagó con la cicuta su clarividencia intelectual.  La desconfianza de los funcionarios públicos frente a predicadores, escritores, periodistas, no ha sido suficientemente explicada.  Pilatos enfrentó el caso de Jesús de Nazareth como un problema administrativo. El representante de la Roma imperial prefirió “lavarse las manos”.

 Entre un Jesús que invocaba la verdad y otro Jesús que parecía un revoltoso local, Pilatos optó por liberar a Barrabás. El otro sufrió la cruz, el martirio.  Cicuta, crucifixión, cárcel, son las “soluciones” más frecuentes.  ¿No es chocante que tras el nombre de Martín Lutero aparezca la palabra rey? Un pastor negro, enemigo de la violencia, es asesinado un siglo después de la abolición de la esclavitud.  No siempre es trágico el destino de esta clase de hombres. En gran número de los casos se les paga con la marginación, el exilio, el olvido o la miseria.  El código de barras es inexorable; se aplica a todos los discrepantes.

 Pensadores y poetas viven atrapados por las convenciones sociales; a veces estrujados entre güelfos y gibelinos, entre conservadores y revolucionarios. Las libertades públicas, la competencia de mercado, los límites del poder del Estado, son otros tantos motivos para el disentimiento de intelectuales y artistas.  El poeta John Milton, el autor de “El paraíso perdido”, es también el redactor del famoso documento exigiendo al Parlamento inglés, en 1644, la libertad para publicar cualquier libro sin censura previa de la Iglesia o de la monarquía.

 En tiempos recientes las instituciones educativas y algunos millonarios excéntricos, se han combinado para ofrecer premios a investigadores, escritores, poetas.  De este modo se intenta “corregir” el inmisericorde código de barras con que se miden ordinariamente las actividades de pensamiento.  También existen hoy los llamados “años sabáticos”, que permiten a ciertos intelectuales dedicarse, sin preocupaciones económicas, a la creación literaria.  Los beneficiarios son, necesariamente, unos pocos.

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