Al llegar el sábado me vino a la cabeza la viuda Edelmira. Pensé que podía ganar algún dinero con la compra de la casa que le dejó su marido; también obtendría méritos frente a mis superiores en la empresa de bienes raíces. Eso razonaba al levantarme de la cama para desayunar; pero cuando estuve bajo la ducha desnudo y después, al afeitarme, llegué a la conclusión de que, en realidad, quería ver otra vez a la viuda y enterarme de lo que había en los escritos del hombre que la engañó. La curiosidad era mayor que el interés por mi trabajo y el dinero. Lo vi claro en el espejo al rasurarme.
Fui derecho a la calle Colibrí y toqué el timbre de la casa de la viuda; oí de nuevo aquel ruido crujiente y metálico y esperé un rato antes de volver a pulsarlo. Nadie abrió la puerta. Parece que Edelmira no está en la casa, me dije. ¿Habrá ido al supermercado? ¿Quizás al salón de belleza? ¿Tendrá un amante y por eso no abre la puerta? Entonces caminé tres cuadras hasta una plaza de laureles enormes y bancos sin espaldar; los caminos eran todos de gravilla y la yerba mala florecía aquí y allá. En un banco verdoso varios hombres charlaban en medio de intermitentes risotadas.
Uno de ellos, con gorra de cuadros, se levantó y vino hacia mi directamente. ¿Usted estaba hace un momento frente a la casa de la viuda Edelmira? Sí, así es; soy de la oficina de negocios inmobiliarios; ella anunció la venta de su casa en el periódico; ya había venido al comienzo de la semana. Ella debe estar en lo de los curas claretianos; siempre hace donaciones de ropa, enseres de cocina, dinero. Es una mujer decente que se conduele de los necesitados.
Fui muy amigo de su marido; él murió el año pasado de un problema de corazón. Pertenecíamos al mismo club de soft-ball. Era un tipo inteligente que hablaba cosas raras; decía que la vida no termina con la muerte. A veces creo que me acompaña y facilita cosas de trabajo; después de todo, eso mismo predican los padres claretianos. Arnulfo quería escribir sus memorias.