Los políticos dominicanos de todos los tiempos han opinado que en Santo Domingo nunca pasa nada. Quieren decir que podemos sufrir un ciclón o un terremoto, pero nunca una conmoción social. Hagan lo que hagan los políticos con la moneda, la economía, las cárceles o las relaciones exteriores, jamás se produciría una reacción violenta que signifique hasta aquí llegamos. Juan Bosch explicó varias veces que nunca hemos tenido una guerra social. Llegó a afirmar que padecíamos arritmia histórica. Circula un viejísimo relato acerca de una inminente revolución que entraría en cierto pueblo al amanecer. Los lugareños madrugaron para asistir a tamaño acontecimiento. Comprobaron asombrados que eran los mismos individuos que dirigieron el gobierno anterior.
Uno de los lados más penosos del pesimismo dominicano es el descreimiento en la posibilidad de que logremos cambiar algún día. Los continuos fracasos del pasado no inclinan a esperar nuevos fracasos en lo porvenir. El político tradicional calcula que la falta de iniciativas de organización social trabaja a su favor. Confía en que la insolidaridad atasque cualquier acción conjunta dirigida a mejorar las cosas. Este pueblo lo aguanta todo proclaman, convencidos de que no habrá respuesta ante ninguna disposición gubernamental, no importa cuán dañina o dolorosa pueda ser. La gente es apática, indolente; sólo mira su propio ombligo, concluyen enfáticamente.
Hasta ahora los políticos y los turpenes que les acompañan en las tareas de engatusar a la población, han conseguido salirse con la suya. Pero esta situación podría cambiar. El crecimiento demográfico hace que todo el mundo tropiece con el otro en el Metro, en las salas de cine y centros comerciales; e intercambie pareceres y quejas. Los lugares para comprar comida rápida son hoy parlamentos populares donde se configuran opiniones públicas de manera espontánea.
Los periódicos y emisoras de radio son otros tantos medios de transmisión de las emociones colectivas. El descontento ante la impunidad de que gozan los delincuentes es un ingrediente activo en la olla de presión social de nuestros días. Añádanse los problemas del alza en los precios de combustibles, medicamentos y otros bienes esenciales. La inseguridad de los ciudadanos, la escasez de empleos, son elementos permanentes en la cubeta donde fermenta todo lo demás.