A PLENO PULMÓN
Amor por la vida

<STRONG>A PLENO PULMÓN<BR></STRONG>Amor por la vida

Las experiencias del hombre en conexión con la muerte pueden enseñarle a disfrutar de la vida. Parece extraño, contradictorio, azorante, que la contemplación de la muerte nos “empuje” psíquicamente a amar la vida, “celebrarla”, “aprovecharla”.  Noté por primera vez la indeseable presencia de la muerte al ver mi madre llorar con un telegrama en las manos. Había muerto mi abuelo.  Tenía entonces seis o siete años; no había tratado mucho al anciano abuelo materno.  A pesar de la madura resignación de mi madre, comprendí que la muerte es algo doloroso y sin arreglo para los deudos.  Los sollozos reprimidos, “hurtando” cara a los demás, son más tristes que las ruidosas expresiones de llanto.

Dos semanas después de morir el abuelo falleció una niña vecina, de tres años, llamada Elsa.  A veces cargaba esa niña para librarla de ser arrollada por jóvenes que patinaban en las aceras. Creo que difteria fue la enfermedad que la mató.  Mi abuelo era muy viejo; había cumplido los 86 años. En cambio, Elsa no había aprendido todavía a pronunciar bien las palabras.  Vi claramente que la muerte no distingue entre viejos y jóvenes.

 Siendo un adolescente mi madre me encargó buscar abono en el convento en ruinas de los monjes mercedarios.  Los masones de la Logia Cuna de América tenían allí su “cuarto de reflexiones”, un lugar destinado a los ritos masónicos de iniciación.  Entré a recoger el abono –murcielaguina, semillas trituradas de almendras- y vi sobre la mesa un cráneo humano. De las cuencas de los ojos salían dos lagartijos.  Pasada la sorpresa y cumplido el encargo de mi madre, caí en la cuenta de que los ojos que hubo una vez bajo esa frente ya no podían ver ningún paisaje.

Peor aún, los sentimientos, pensamientos, gozos, tribulaciones, “no estaban” en el cerebro que contuvo el cráneo.  Los lagartijos me anunciaron el vacío total de aquella cabeza.  Los tres sucesos quedaron almacenados en mi memoria. Funcionaban como “background” mortuorio.   Pero me animaban a saborear con gusto los alimentos, a mirar el color de las hojas de los árboles, escuchar la música de las orquestas.  Tardíamente supe de un escritor enfermo que, convaleciente de tuberculosis,  celebró “bodas con el mundo”.

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