A PLENO PULMÓN
Charlas de sacristía

A PLENO PULMÓN<BR>Charlas de sacristía

–Le aseguro, señor Tizol, que Arnulfo era una persona honrada; sus virtudes harían falta en toda la isla.  Lo primero: dedicación al trabajo; hasta que no terminaba con sus obligaciones de contador no aparecía por este lugar.  Comenzó a venir regularmente a la iglesia cuando el cardiólogo le dijo que padecía una arritmia severa, difícil de controlar.  Sus conversaciones conmigo giraban muchas veces alrededor del tema de la muerte.   Algo normal en un individuo enfermo que presiente la fugacidad de la vida.  Quería dejar todo preparado para que su esposa no tuviese ningún problema económico si él moría repentinamente.

–Usted diría que esa es la conducta usual de los hombres responsables: hacer un testamento, dejar un legado a los hijos, donar bienes a instituciones sociales, establecer fondos para madres o esposas. Todos sabemos que vamos a morir; pero no todos tenemos la previsión y la entereza de arreglar la tumba.  Arnulfo salvó de la quiebra al herrero que lo trajo aquí; le organizó una contabilidad primitiva a base de archivos de púas: un gancho para las compras, otro para los jornales, un tercero para las facturas de los clientes.  Él arreglaba las cuentas todos los meses; nunca cobró un centavo por ese trabajo.

–Tenía amigos de todas las clases sociales –empresarios, empleados de comercio, soldadores, albañiles, arquitectos–.  A todos los trataba con amabilidad y desprendimiento ¿Quiere beber un café? dijo el padre, interrumpiendo su discurso.  Asentí con la cabeza; entonces el cura hizo un gesto con las manos a alguien que  no podía ver desde donde estaba sentado. –Usted mira con curiosidad ese Cristo de palo en bruto, el letrero de la “Ayudantía”, estos muebles pelados.  Otro día le hablaré de eso.

–Arnulfo comentaba sobre su casa mientras la construía: el aire entrará por el Este: el tenderete de ropa se colocará donde muere el sol: las ventanas tendrán vidrios tintados; me lo decía a mí y también al gerente del almacén que  donó una campana, por gestiones del propio Arnulfo.  Todo esto lo escuchó Dolores Barbosa, una bandida que vive cerca del almacén.  Intentó enamorar a Arnulfo; también al dueño de la banca de apuestas; ella quiere apoderarse de la casa de Edelmira.

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