A PLENO PULMÓN
Contraespionaje “Duro”

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Un día de diciembre, hace muchísimos años, en una época de la cual “no quiero acordarme”, levanté el teléfono y escuché sorprendido: “Servicio de Inteligencia Militar”.  Me invadió una oleada de temor y colgué inmediatamente el auricular.  Oí estas palabras antes de marcar ningún número.  Pensé entonces que la casa estaba conectada directamente con la policía secreta; que tal vez el teléfono había sido intervenido y sufrió después un desperfecto que dejó el aparato “enganchado” al centro de espionaje del gobierno.  De cualquier manera que fuese, el asunto era alarmante.  Decidí no acercarme al teléfono, ni tocarlo en todo el día.

Al día siguiente mi madre levantó el teléfono y oyó: “niño indio, tabla agua, cambio”.  Quedó aterrorizada.  –¡Estamos vendidos! ¡Lo que se habla aquí debe estar escuchándose allá!  No se te ocurra decir nada que sea comprometedor o que pueda ser mal interpretado por estos espías. 

Cierto amigo a quien conté lo ocurrido, y de cuyo nombre también prefiero “no acordarme”, se presentó en mi casa, levantó el teléfono y dijo: “donde fuego hubo, cenizas quedan”; y cerró.  Transcurridos unos 10 minutos volvió a levantarlo y esta vez preguntó: “¿Cuántos panes hay en el horno?” Treinta segundos después añadió: “si no hay veinte y un quemao, avisen rápidamente”.

Dos horas más tarde en la Plazoleta de los Curas, frente a la catedral Primada de América, aparecieron tres vigilantes con ropas de paisano.  Por una ventana, mi amigo vio un oficial del ejército que habló con cada uno de los tipos apostados en los muros de la iglesia.  –Ya ves como es la cosa; mandan gentes tan pronto dices algo que les parece una clave, una consigna; son unos “malditos calieses”, torpes y rutinarios. 

El timbre del teléfono sonó varias veces.   Mi amigo lo tomó. –Parece tener “la línea muerta”, dijo a modo de explicación; acto seguido voceó: “niño indio, ni tabla agua, son requeridos”.  No pasaron quince minutos cuando vimos al oficial uniformado acercarse a los mirones anclados a la catedral, como si les diera instrucciones.  Los “calieses” se agruparon y empezaron a caminar.  Me atreví a acercarme al teléfono negro para gritar: “no quedan panes en el horno; la ceniza ya está fría”.

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