A PLENO PULMÓN
Crisálida Rodríguez

<STRONG>A PLENO PULMÓN<BR></STRONG>Crisálida Rodríguez

A esa negra le dieron un navajazo en el cuello; la herida cerró completamente; lo único que queda es un queloide alargado, como un gusano.  Ella disimula la cicatriz con collares de canutos de madera; las piezas son cilindros negros y blancos, colocados alternativamente.  Nadie nota el costurón levantado: o lo tapa el collar o se confunde con las cuentas negras.  –¿Por qué me explica usted todas estas cosas sobre una mujer que no conozco?  –Bueno, cuando ella entró usted la miró sorprendido.  Estoy tratando de decirle quién es ella para que la vaya conociendo.  –¿Quién le dio el navajazo?  –Una mujer celosa la agredió.

El tipo dio media vuelta en el taburete de la barra y se dirigió al camarero: sirva al señor un whisky con soda; averigüe si es posible traer semillas de cajuil y de maní.  Era un sujeto grueso de piel blanca rojiza, con el pelo crespo entrecano. –¿Qué hace usted en este negocio?  –Soy gerente apoderado del dueño.   –¿Cuál es su relación con la mujer de la cicatriz?    –Ella dirige a todos aquí, menos a mí;  es ama de llaves, directora de las operaciones de limpieza, jefa de la cocina; también custodia el almacén de bebidas.  Lleva cinco años trabajando conmigo.

–Usted la ve así, tan tranquila, vestida con ropa de colores moderados; una persona de buenos modales y trato respetuoso.  Pero es sumamente atractiva: el brillo de sus ojos, las ventanas de su nariz, su forma de caminar, excitan a los hombres  aunque ella no se proponga provocarlos.  La mujer que le atacó lo hizo porque su marido, durmiendo, “dijo el nombre de ella”.  –¿Cómo se llama?  –Crisálida Rodríguez; es de Jagua Gorda pero se crió en La Vega; tiene quince años viviendo en la capital.  La aprecio; es una mujer responsable con sus obligaciones de trabajo. 

–Es seria hasta decir ya; no lo digo como si yo fuera un alcahuete; la he tratado demasiado tiempo.  A veces suceden cosas raras aquí.  ¿Ve ese empleado parado ahí?  Un día, al entrar Crisálida, soltó una pila de treinta platos.   Se rompieron estruendosamente.   –¿Por qué hiciste eso, Manolo?  –Patrón, para que esa negra me mirara.  ¡Pagaré los platos el día quince!

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