Se dice de la política que es una ciencia; en las universidades hay jóvenes que estudian ciencias políticas. En nuestros diarios se publican escritos compuestos por politólogos, esto es, personas expertas en ciencias políticas. Con frecuencia estos politólogos nunca han ocupado un puesto público de segundo orden; ni han trabajado al lado de un gobernante de carne y hueso. Pero han leído al barón de Montesquieu, conocen el Segundo tratado de gobierno de John Locke y, desde luego, están enterados de las circunstancias en que Maquiavelo escribió El Príncipe.
Juan Pablo Duarte, fundador de la República Dominicana, en una carta que escribió al historiador José Gabriel García, dice: la política no es una especulación; es la Ciencia más pura y la más digna, después de la Filosofía, de ocupar las inteligencias nobles. Duarte, hombre respetuoso, escribe ciencia y filosofía con iniciales en letras mayúsculas. Muchas personas, en distintas épocas y lugares, han dicho que la política es un arte, provocando con ello el rechazo airado de los artistas del pincel o de la palabra. ¡Cómo esa porquería va a ser un arte! exclaman indignados.
En realidad, los individuos que llaman arte a la política toman en cuenta su carácter ejecutivo, activo o performático. En inglés se usa la expresión performing arts, artes de la actuación, a veces artes escénicas, como el teatro, el canto, el ballet. El político tiene que actuar; y no de cualquier manera sino de modo que no se lo lleve el diablo. Y al entrar el diablo en escena todo se complica terriblemente. Los hombres todos son, a la vez, divinos y diabólicos. Por eso unos investigan en ciencias, otros practican las artes y otros muchos otros hacen toda clase de porquerías.
La política que se practica hoy en día: en la Italia de Berlusconi, en Irán con Ahmadinejad, en los EUA con Bush y Cheney y aquí y allá y acullá, no es más que una ristra de canallerías, abusos, truculencias, negocios sucios y estupideces. Ni ciencia, ni arte; solo delincuencia maquillada, protocolar y ceremoniosa. Locke, obviamente, no tiene la culpa; tampoco Duarte, ni los pobres politólogos, ni las universidades que enseñan esa carrera. Culpables únicos: los políticos en ejercicio.