A PLENO PULMÓN
Disecar y embalsamar

<STRONG>A PLENO PULMÓN<BR></STRONG>Disecar y embalsamar

Una anciana muy amable, entrada ya en años y achaques, me dijo en un supermercado: mi marido lee siempre sus escritos; él piensa que nuestros libros de historia reciente están llenos de “falsificaciones”.  Escuchamos en la televisión relatos sobre hechos que han ocurrido “delante de nosotros”.  Mi esposo podría dar testimonio, y lo mismo yo, de que tanto los sucesos como algunos protagonistas son presentados con deformidades monstruosas.  Los que han vivido mucho “pasan por estas pruebas”: oír decir que no ocurrió lo que realmente ocurrió, que el malvado fue un héroe; y al revés: que el héroe no era más que un iluso insignificante.

En los primeros años de la escuela primaria nos obligaban a leer un texto titulado: “Volaron todas las aves del museo”.  Narraba la historia de un profesor que abrió la puerta de una vitrina donde se guardaban aves disecadas.  Los niños conocían de este modo la envergadura y el plumaje de los pájaros de su país.  Al abrir la vitrina el viento movió el ala de un pájaro; un niño le dijo a otro que el pájaro aleteó; otro, contó en el patio de la escuela que el pájaro estaba vivo y voló enseguida.

Finalmente, corrió la voz de que sólo habían quedado en la vitrina los pedestales de los pájaros disecados: “volaron todas las aves del museo”.  Nuestro profesor se encargaba después de explicar a los alumnos el sentido del texto: como cada persona percibe un hecho; como cada cual agrega algo de su cosecha, para “seguir la corriente”; y como, en poco tiempo, los sucesos son transformados por la manera de contarlos unos a otros. 

Ayer recibí desde Puerto Rico un e-mail del señor Rubén Presbot quien lee diariamente esta columna periodística.  Presbot alude a Núñez de Cáceres, precursor de la independencia dominicana; a los “altares inmerecidos” que se levantan en honra de actores políticos del pasado; a los argumentos que se esgrimen en descargo de torturadores o asesinos.  No siempre estas “transformaciones” brotan ingenuamente, como ocurre con los niños de la narración.  Los historiadores son taxidermistas que disecan “pajarracos” de la historia social y política.  Para ocultar pestilencias pueden ceder a la tentación de convertirse en embalsamadores.

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