La crisis económica internacional ha producido un montón de noticias. Las quiebras de viejos bancos en Estados Unidos han sido reseñadas detalladamente en periódicos europeos e hispanoamericanos. Los jóvenes de hoy están enterados de que la crisis financiera de 1929 fue tema de la tesis doctoral de Ben Bernanke, director del Sistema de la Reserva Federal. También saben de los grandes fraudes cometidos por ejecutivos de empresas negociadoras de títulos y valores. La incautación judicial de propiedades del célebre Madoff mereció numerosas fotografías a colores.
No pasa un solo día sin que los diarios informen de las matanzas que ocurren en México entre narcotraficantes. En nuestro país, los escándalos bancarios, actividades criminales del narcotráfico, no pueden ocultarse. Anteayer circuló la información de que un convicto, condenado a doce años de prisión, se fugó del Hospital Salvador Gautier con la complicidad del agente policial que le vigilaba. El prófugo era un ex-policía. El público que lee estas noticias va acumulando sentimientos cruzados de indignación e impotencia. Y termina por decirse: ¡Qué le vamos a hacer, la degradación alcanza a todos los países!
Lo mismo ocurre con los políticos y el ejercicio de su lucrativa profesión, exenta de límites, sean legales o morales. En Perú están juzgando al ex-Presidente Fujimori; en Nicaragua, el jefe de Estado fue acusado de abusar sexualmente a la hija de su esposa. Ahora acaba de reventar el caso del recién electo Presidente de Paraguay, Fernando Lugo. El nuevo mandatario, de cincuenta y siete años, mantenía relaciones íntimas con una joven de veinte y seis. Lugo, sacerdote católico, obispo emérito de San Pedro, durante la Semana Santa, tuvo que admitir la paternidad del niño Guillermo Armindo, de dos años, hijo de Viviana Carrillo. El niño nació en mayo del año 2007; El Papa liberó a Lugo de sus compromisos de castidad, pobreza y obediencia en julio del 2008.
Estas historias pican y hacen ronchas en el corazón de la gente sencilla jóvenes y viejos, trabajadores y estudiantes ; les priva de la fe en el orden público, en las instituciones civiles, militares, económicas, religiosas. Se trata del drenaje continuo de las antiguas convicciones sobre las que se asentaban las sociedades organizadas.