A PLENO PULMÓN
El aserrín de versos

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Así como hay escritores que desean vivir aturdidos -quizás para “no enterarse” del repugnante mundo en que han nacido-, también existen otros que pretenden “no perderse”  una sola faceta de la realidad. Estos últimos son exploradores atrevidos que se sumergen en los abismos sociales, decididos a bucear en el océano de las costumbres.  Los escritores-filósofos aspiran a ordenar el caos; los escritores-narradores desean reproducirlo verbalmente; los escritores-poetas llegan al colmo de crear “varios caos” parecidos al caos primigenio que menciona la Biblia; y después, “un orden nuevo”.

La vocación de escritor consiste en una enfermiza necesidad de expresarse.  En el fondo, esa “vehemencia” del escritor es una forma benigna de  locura.  Podría el escritor “no escribir hoy”; pero siente que debe escribir… obligatoriamente.  Supone que si no lo hace, falta entonces a un “mandamiento” que sólo él conoce.  Enfrentado al flujo de acontecimientos, a los altibajos y mareas del amor o la política, cree ser capaz de ordenarlos, describirlos, explicarlos, narrarlos; o reconstruirlos bajo un criterio inesperado y “subversivo”.

Un “hombre de letras” logra a veces concentrarse en su trabajo de tal manera que no escucha los ruidos, olvida las penurias económicas, no sabe que  ha llegado “la hora del almuerzo”.  Su inmersión prolongada en la labor literaria parece no producirle cansancio.  Podemos decir que para muchos escritores escribir es una ocupación “gratificante”.  Para algunos es sumamente penosa la experiencia de redactar un texto; sufren al escribirlo como si fuese un  doloroso parto; y gozan al leer el resultado satisfactorio de su angustioso esfuerzo atencional.

Tengo noticia de un poeta que escribía sus versos con lápiz de niño de escuela primaria; borraba y volvía a escribir cada línea varias veces.  Cuando quedaba satisfecho, escribía todo de nuevo con “pluma-fuente”; leía otra vez el texto completo y tachaba aquellos versos que no debían figurar en ese poema.  Pero los versos tachados los guardaba en una caja.  Eran “trastadas de la intuición”, decía, inservibles para el poema especifico que trabajaba.  Cierto día el poeta leyó a un amigo un “poema terminado” que sacó de la caja. – ¿Qué hay en esa caja? preguntó. –Son versos que “me han sobrado”; es cascajo literario,  simple aserrín de letras.

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