Es un esfuerzo inútil pretender escapar de la política. Dondequiera que vayas allí estará presente la política. Te alcanzarán siempre los desmanes de los políticos, sean guerras, revueltas, devaluaciones o malversaciones. Estamos obligados a vivir entre maleantes armados y redadas policiales, me explica un anciano de un barrio anarquizado. Desde que anochece no podemos salir a la calle, añade amargamente. En verdad no sabemos dónde acaba el maleante, ni dónde empieza el policía. A veces coinciden ambas figuras hasta hacerse indiscernibles una de otra. En ocasiones, los policías pelean en bandos opuestos en calidad de refuerzos de dos gangas diferentes.
Los gobiernos toleran todo porque es más cómodo mantener el desorden que enfrentarlo. También porque lo que ocurre en los barrios marginados es parte de una larga cadena de intereses turbios que une a los chiquitos con los del medio y a los del medio con los de arriba, me ha explicado un experto barrial con maestría en violencia cuyo nombre no deseo revelar. Y lo que se ha hecho con los transportistas, durante varios gobiernos, no tiene madre ni parientes cercanos, como declaran jocosamente varios periodistas.
Hace muchísimos años decidí informarme bien de la historia del análisis económico. Me parecía una vergüenza que personas muy versadas en filosofía o en literatura, no tuviesen la más mínima idea de cómo opera el mercado, la marcha general de la economía. Economía política era entonces el nombre de esa disciplina, a la cual, mucho después, le fue suprimido el apellido para llamarla economía a secas. Pero la economía siempre es política. La colectividad entera sufre los altibajos de las tasas de cambio de las monedas, del costo de los préstamos, de los precios de los alimentos, del valor de los alquileres. Nadie puede evadir los efectos de las políticas económicas de los gobernantes.
Los políticos se enriquecen a costa del erario: en Egipto, Túnez, RD; se tratan entre si a las patadas porque no sienten ningún respeto unos por otros. Ellos saben en lo que están. Los ciudadanos, hastiados de ver ese espectáculo deprimente, tendrán que entrar al corral de los burros, al ring maloliente de la política. Donde el burro que más patea es el rey.