A PLENO PULMÓN
El muermo político

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El muermo es una enfermedad que afecta a los caballos.  Se caracteriza por la ulceración de la mucosa nasal, con flujo abundante e “infarto de los ganglios linfáticos cercanos”.  La enfermedad puede transmitirse a los seres humanos.  Entre personas y animales los fabulistas han compuesto cientos de conexiones y “paralelos”.  El novelista español Pío Baroja decía del hombre que era un paradójico animal: “a veces un milímetro por encima del mono; otras veces tres pulgadas por debajo del puerco”.  La política es una actividad terrible que nos empuja con frecuencia hacia la animalidad.

Desde luego, una cosa es “el comportamiento animal”, algo común a todas las especies; y otra, muy diferente, la enfermedad animal que logra contagiar al hombre.  Los hombres, sometidos a grandes presiones, pueden actuar como bestias; el miedo a la muerte, el peligro de ser humillados, nos convierte en fieras capaces de matar.  El llamado “instinto de conservación” lo mismo puede salvarnos que envilecernos.  No hay más que leer anécdotas sobre la Segunda Guerra Mundial para saber cuantas infamias comete el hombre por conseguir un pedazo de pan.  También hay que anotar a favor del hombre su asombrosa capacidad de sobreponerse a todas las adversidades.

En Alemania, en Rusia, Europa del Este, podemos encontrar modelos maravillosos de buena conducta humana, ajustada a la moral, en tiempos políticos de abyección general.  Muchos europeos arriesgaron sus vidas para proteger u ocultar judíos durante las persecuciones nazis.  Es claro que en esos mismos países también hubo casos de envilecimiento extremo.  En el Caribe antillano hemos visto esas “dos puntas del comportamiento” frente a poderes políticos sin limites ni reglas.

En nuestra época, algunas personas se entregan a los delincuentes antes de estos haberles propuesto una trapacería.  Se pliegan a los requerimientos de los políticos sin que haya una “situación de fuerza”.  Los resortes de la voluntad parecen haber aflojado, sea por efecto de  la mala educación o de una impunidad que vuelve risible la rectitud.  El “amor propio”, en ciertas ocasiones, es un ingrediente de la dignidad; en otras, acompaña a la vanidad o al egoísmo.  En ambos ejemplos refuerza la personalidad.  El muermo de burro, evidentemente, nos tiene hoy la nariz lacerada y supurante.

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