A PLENO PULMÓN
La esquela mortuoria

<STRONG>A PLENO PULMÓN<BR></STRONG>La esquela mortuoria

Durante una de mis “excursiones” a la ciudad colonial de Santo Domingo topé con un hombre vestido de negro.  Estaba parado frente a la puerta del Panteón Nacional.  Parecía ser guía turístico; llevaba en la mano una gorra amarilla de las Águilas Cibaeñas.  Me saludó calurosamente, como si me conociera de toda la vida. –¡Que dice ese macho de hombre! –Vine a mirar la ciudad vieja; a dar una vuelta, a beber un café. –Aquí suceden cosas muy raras, afirmó el tipo, arrugando la boca.  Vuelva dentro de unos minutos y le contaré alguna de las cosas que pasan en el “casco colonial”.  –No me diga que ha visto a Alonso de Ojeda bailando en una discoteca.

 El sujeto entró al Panteón y habló un rato con un militar de la Guardia Permanente del lugar.  Poco después salió a la calle.  –No haga chistes; lo que le digo es en serio.  ¿Sabía usted que los restos de Alonso de Ojeda fueron robados? También el relieve de bronce que cubría su tumba. –Sí, eso ocurrió hace mucho tiempo.  –¿Sabía que Ojeda era cojo y no podía bailar? Los indios le clavaron una flecha en el tobillo; para matar el veneno, Ojeda cauterizó la herida con su espada calentada al rojo vivo.   Quedó cojo para siempre.  Quiso extraer una espina con un cincel de albañil.

–¿Dígame, que cosas raras ocurren por aquí? –En la calle que está detrás del Panteón vive un hombre llamado Juan Boquerón.  El se levantó temprano ayer; leyó en el periódico una mala noticia política de primera plana; después leyó otra mala noticia económica en las páginas interiores; siguió hojeando el diario y encontró crímenes, atracos, robos en bancos y supermercados.  Decidió entonces mirar la sección deportiva para leer asuntos gratos y entretenidos.  Allí vio una esquela mortuoria que decía: “Ha fallecido Juan Boquerón, su cuerpo será velado…”.  Dio un respingo y volvió a leer; aparecían los nombres de su hijo y de su hermano.

–No había duda; era él.  Se sentó en el inodoro descargó el intestino, luego se miró en el espejo del botiquín. “No puede ser”, decía, una y otra vez.  Un vecino, experto en computadoras, había ordenado la esquela.

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