A PLENO PULMÓN
 Lealtades colectivas    

A PLENO PULMÓN<BR> Lealtades colectivas    

Con el título “Las lealtades colectivas” escribí en el año 2006 un artículo cuyos primeros párrafos reproduzco a continuación: El sistema democrático confronta hoy serias dificultades para defenderse de la corrupción; tanto de la corrupción “oficial”, perpetrada directamente por funcionarios del Estado, como de la corrupción “privada” que practican hombres de empresa en complicidad con los políticos.  Ambas formas de corrupción actúan como disolventes de la responsabilidad, sea esta personal o de grupos.  La impunidad, prohijada, por la lentitud e ineficiencia de los tribunales, fomenta la desmoralización de los jóvenes escolares y de la población en edad de trabajar.

 Todo ello, a su vez, produce el descrédito de los partidos políticos y del régimen democrático.  Montones de ciudadanos están convencidos de que han sido burlados y despojados por sus gobernantes.  Esto ocurre en nuestro país y en muchos otros, de América y del resto del mundo.  Ha ocurrido en Brasil, en México, Perú, Filipinas, Grecia, España.  Se dirá que la corrupción es tan vieja como el hombre.  En el pasado remoto hubo pillos en todas partes; los hay ahora y, probablemente, los habrá siempre.  Ejemplos de corrupción en la antigüedad podemos encontrar por centenares en la China, en Egipto, Grecia o Roma.

 ¿En qué consiste la diferencia entre la corrupción tradicional y la de nuestro tiempo? En primer lugar debemos apuntar la desacralización progresiva que, como una marea, nos arropa desde la época de la Ilustración.  Llevamos tres siglos tratando de prescindir de la idea de Dios.  Con la llamada “muerte de Dios” quedaron sin fundamento filosófico: el ser, la verdad, el deber y la culpa.  El punto de vista religioso ha sido arrumbado.  La fe materialista de los científicos ha desalojado de la vida social la noción de trascendencia.  En las sociedades desarrolladas económicamente, hombres y mujeres viven atomizados, temerosos los unos de los otros, en perpetua competencia por un trozo del mercado.

 En grandes ciudades la convivencia es tangencial.  Apenas un rozamiento en el tranvía, en el ascensor.  Para sus habitantes la mayor parte del tiempo transcurre en la soledad del televisor.  ¿Se ha roto el viejo equilibrio entre lo público y lo privado? ¿Somos hoy auténticos ciudadanos o pasivos consumidores de bienes?

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