A PLENO PULMÓN
Maldecir y desesperar

A PLENO PULMÓN<BR>Maldecir y desesperar

 Todos los días amanece y anochece, inexorablemente, a pesar de las quejas y resabios de hombres pesimistas, de resentidos y amargados.  La marcha de los planetas continua imparable; por encima de nuestras manías, prejuicios o rencores, “el mundo sigue andando”, tal como dice el viejo tango.  Nuestros pesimistas lo son por estar abrumados por problemas sociales, políticos, económicos; ven que se hace muy poco por resolverlos; y lo que es peor: los medios para lograr la corrección de “tantos entuertos” son pocos y endebles, en comparación con la magnitud colosal de los problemas.  No admiten que se les llame pesimistas; ellos afirman que, sencillamente, son “realistas”.

 Los amargados y resentidos creen que la maldad de algunos afortunados los mantiene “fuera de la vía”, marginados de los asuntos públicos, privados de jugar “un papel” en la política, en instituciones educativas o de servicios colectivos.  Ambos grupos son críticos inmisericordes de todo cuanto se propone, se intenta hacer o se tiene en ejecución.  Constituyen un “coro de sapos” croando continuamente.  Si no son atendidos en sus reclamos, concluyen: “aquí las autoridades no les hacen caso a nadie”; también: “la gente se desgañita hasta perder toda esperanza”.  Lo más frecuente es que una buena parte de estas personas terminen sus peroratas afirmando tajantemente: “este país se jodió”.

 El derecho a la crítica y a la discrepancia razonada es una de las notas distintivas  del régimen político democrático.   Las libertades ciudadanas consagradas por la Revolución Francesa no pueden ponerse en discusión, aunque haya que agregar enseguida que el respeto a “la libertad de expresión del pensamiento” siempre es precario, aproximado;  requiere ser defendido todos los días.  Se atribuye a Thomas Jefferson haber dicho: “El precio de la libertad es la eterna vigilancia”.

 Con todo esto quiero decir que hasta las teorías científicas necesitan ser explicadas y defendidas una y otra vez, contra “la costumbre”, el prejuicio, la cerrazón intelectual.  Algunos religiosos de la época de Copérnico llegaron a aceptar que la tierra diera vueltas alrededor del sol; lo que resultaba “inaceptable” es que girara alrededor de su propio eje.  Admitían la traslación pero no la rotación.  Cualquier idea exige “una campaña” de difusión.  No hay que maldecir ni desesperar.

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