A PLENO PULMÓN
Manifiesto literario (III)

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El gran problema estético que deben afrontar los artistas de hoy es el abigarramiento; el de las ciudades, el de los escaparates, el de la publicidad.  Las ciudades contemporáneas constituyen una acumulación de épocas y de estilos.  Cualquier ciudad produce, en los ojos del visitante, el mismo efecto de un catálogo de formas, colores, masas, de organización de los espacios.  El habitante – ciudadano termina por acostumbrarse a esa macedonia de los sentidos.  Cada ciudad del mundo tiene un clima determinado; de eso tratan los boletines meteorológicos; pero, además, existe el “clima emocional” con que nos acercamos a la contemplación de los objetos.  Puede muy bien llamarse a esto “clima”, puesto que es una atmósfera colectiva.

No es solo que el edificio de ITT esté adornado con una cornisa Chippendale.  Al fin y al cabo eso no es más que la influencia de un ebanista y diseñador de muebles sobre un arquitecto específico.  En ambos casos se parte de formas tangibles, proyectadas en tres dimensiones.  Lo utilitario y lo funcional, lo privado y lo público, lo refinado y lo vulgar, son estímulos e imágenes que nos invaden todos los días al salir a las calles.

La inmoralidad ha sido propuesta como una “forma de liberación” de las “ataduras judeo–cristianas” impuestas a la conducta humana.  Nietzsche supuso que el súper hombre sería capaz de dominar a los demás porque estaría desembarazado de las limitaciones e inhibiciones de los “sentimientos morales”.  Se dice que no tener “escrúpulos” es una ventaja importante para los políticos, para los altos ejecutivos de grandes empresas, para los hampones del crimen organizado.  ¿Es posible que la inmoralidad produzca monstruos?  Los artistas del renacimiento relacionaron la belleza con la virtud.

En la parte posterior del retrato de Ginevra de Bencí, pintado por Leonardo de Vinci, aparece una cinta con una leyenda que proclama la belleza como coronación de la virtud.  Detrás de esa cinta pueden apreciarse las alas de un gran pájaro.  Quizás Leonardo comenzó de ese lado un cuadro y no lo terminó.  Los pintores del renacimiento tal vez fueran filosóficamente ingenuos, herederos pasivos de la tradición escolástica.  El bien, la belleza, la justicia, formaban el antiguo trípode de los valores esenciales.

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