A PLENO PULMÓN
Mirarse las pestañas

<STRONG>A PLENO PULMÓN<BR></STRONG>Mirarse las pestañas

Asiduos lectores de “A pleno pulmón” me han sometido a cuidadoso interrogatorio en conexión con el escrito “Un demente sentencioso”.  Querían saber en cuál calle de la ciudad colonial vivía el enajenado; en qué circunstancias murió, cómo comenzó su enloquecimiento.  Es probable que los lectores jóvenes no comprendan este inusual interés por la existencia de “un pobre loco desconocido”.  Los sucesos que refiero ocurrieron al final de los años cincuenta; en los sesenta del pasado siglo.  Para muchachos de hoy es como si habláramos del periodo paleolítico.  Entre “personas mayores” no es igual.

La verdad es que ese demente, cordial y atento, intentó escribir la historia de su enfermedad.  No es que elaborara una “historia clínica” en sentido estricto; pero sí es cierto que “apuntaba”, como quien levanta un acta notarial, “los pasos subrepticios de la locura al avanzar dentro de la cabeza de un sujeto particular”.  Había comprado varias libretas de notas en la papelería de Pol Hermanos.   En algunas escribía versos; en otras anotaba “investigaciones difíciles”. Parece que todo empezó cuando el hombre quiso mirarse las pestañas sin usar un espejo.  Hacía muecas, torcía los ojos o los cerraba rápidamente.

Con estos movimientos faciales trataba de “sorprender” las pestañas, localizarlas con exactitud, para “verlas con claridad”.  Decía que los espejos eran instrumentos “luzófagos”, esto es, que comían o tragaban la luz.  Estudiar el fondo de las propias pupilas fue uno de los problemas que se planteó Leonardo de Vinci.  Pero el genio florentino realizó primero la disección del ojo.  Mi amigo de la ciudad colonial rechazaba el uso de espejos.  Decía que pestañear era, en pequeño, lo mismo que el “titilar de las estrellas”.  Un espejo podría destruir “el valor de los experimentos”.

Los pródromos de la locura fueron visibles por los continuos movimientos de las cejas, de los ojos, la frente; por los torcimientos de boca al tratar de bizquear para mirarse las pestañas.  Un día, regresó a su casa después de comprar libretas en la antigua papelería de Pol Hermanos;  anotaría en ellas sus impresiones “sobre el tránsito de la vida”.  Fue entonces cuando, repentinamente,  abordó a un vecino: “¿Es verdad que los polermanes son un pueblo vecino de los alemanes?”.

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