A PLENO PULMÓN
Mono sabio y erecto

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Los hombres son intolerantes.  Lo han sido siempre; en el pasado remoto y en el cercano.  En Asia, en Europa, en América, en cualquier lugar del mundo, podemos encontrar ejemplos de intolerancia.  A veces la intolerancia  procede de los gobiernos, que no permiten “la disidencia”.  Hitler, Stalin, Mussolini, no admitían la más mínima discrepancia pública.  Un disentidor político era entonces algo así como un “hereje laico”. El monarca absoluto es igual que el primer ministro totalitario.  Enrique VIII decapitó a Tomás Moro; el mariscal Tito encerró a Milovan Djilas. 

 La intolerancia puede ser practicada, con la misma intensidad, por profesores o estudiantes, políticos y religiosos, filósofos, hombres de negocios.  El hombre lleva dentro la intolerancia como si fuera un parasito “decidido” a alojarse en la cabeza y no en los intestinos.  El dominico Giordano Bruno, doctor en teología, fue condenado a la hoguera por la Iglesia en 1600.  Había adoptado el “sistema heliocéntrico” de Copérnico;  creía en la infinitud del espacio cósmico.  Miguel Servet, teólogo aragonés, fue sentenciado a muerte por los calvinistas en 1523.  Había discutido sobre la Doctrina de la Trinidad; afirmaba, además, que la sangre circula por las venas.

 Galileo sufrió en 1633 castigos menos severos que Bruno y Servet.  El Papa Urbano VII no aceptaba “la rotación de la tierra”,  pregonada por el matemático y astrónomo toscano.  El rabinato proscribió las ideas del filósofo judío Baruch Spinoza; las intransigencias de los fundamentalistas musulmanes han sido noticias escandalosas en nuestra época.  Quiere esto decir que los jerarcas del Islam, del judaísmo, de la reforma protestante, de la Iglesia católica, han “ejercido” reiteradamente la intolerancia.  Los lideres soviéticos  y los del fascismo cometieron atropellos iguales, quizás peores.

 Hace varios años tuve oportunidad de ver, en el museo de Beijing, los restos del “Homo erectus pekinensis”.  Una mandíbula y un hueso frontal es todo lo que queda de este antecesor del hombre actual.  El padre Teilhard de  Chardin, paleontólogo investigador, participó en el descubrimiento del hombre de Pekín.  En 1958 el cardenal Ottaviani prohibió los atrevidos libros de Teilhard de Chardin, fallecido en 1955.  Afortunadamente, el actual Papa Benedicto XVI reconoció, hace 30 años, el valor de las obras del teólogo y antropólogo jesuita.

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