A PLENO PULMÓN
Morir en la mecedora  3

A PLENO PULMÓN<BR>Morir en la mecedora  3

–Lo primero que tengo que decirle, magistrado, es que yo soy una mujer que no hablo mentiras ni callo verdades.  No vivo en esta cuartería de La Casona. ¡Dios me libre de pasar los últimos años de mi vida rodeado por estos sinvergüenzas, como le ocurrió a Osvaldo.  Vivo en una casa de dos pisos a tres cuadras de aquí; esa casa la heredé de mi madre; pero en esta comunidad vive la costurera que me cose, Otolina, y por eso vengo a visitarla.  Como usted debe saber, en el patio donde estamos se consigue de todo: entradas para el estadio, dólares a la mejor tasa, películas pornográficas, cocaína.  Mejor no escarbar demasiado.  Pero lo importante, magistrado, es que yo soy la única persona de por acá que sabia quien era Osvaldo.

–Ese anciano, desbaratado, sin dientes, no era ni sombra de lo que fue cuando tenia cuarenta años.   Entonces parecía un actor del cine. ¡Osvaldo era buenmozo de verdad! Pero se dio a la parranda.  Vivía metido siempre con mujeres malas, en prostíbulos sucios.   Su padre era rico en Cuba.  Osvaldo de la Cantera-Arellano Solís se enredó con una dominicana bonitísima y tuvo ese hijo natural.  Aurelia Prado era sumamente atractiva y De La Cantera tuvo miedo de casarse con ella. Pero crió al niño con todas las de la ley.

–¿Del Prado o Prado?  –Prado, sencillamente; lo del Prado lo agregó Osvaldo, cuando lo nombraron embajador, para equipararlo con el apellido del padre.  No lo conocí de niño; pero me han contado que lo mandaron a la mejor escuela de La Habana, que luego fue a EUA, donde aprendió el inglés.  ¡Pero que va! no valió nada.  Siempre tiraba hacía las tabernas y burdeles.  Eso si; gentil, amable, piropeador con todas las mujeres.  A mi me dijo un día, ya viejo, que le hubiera gustado “acariciarme todas las mantecas”.  No me ofendió; me hizo reír; fue un halago de macho impotente. 

–¿Dígame, usted vio cuando cayó de la mecedora? –No señor; yo estaba donde Otolina; oí los gritos del barbero y corrí hasta la habitación.  Pude verle bien la piel verdosa, la cara hacia arriba y de lado, como un santo implorando misericordia.

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