Ese día aquel hombre había tenido una agria discusión con su mujer por causa de un costoso electrodoméstico descompuesto. Como ocurre en muchas familias, la mujer empezó a hablar muy temprano y dos horas después no había terminado de hacer la lista completa de sus quejas. El propio marido me contó que ella decía: a mi hay que oírme; soy una mujer dedicada a su casa, a su familia; cuando yo digo una cosa se lo que estoy diciendo; tienen que hacerme caso. Harto de oír lo mismo, el hombre dio un portazo y salió a la calle sin saber bien donde iría.
Cuando llegó a la calle principal que conduce a su oficina, decidió entrar en la estación del Metro; bajó las escaleras, hizo cola detrás de otras personas en boletería; enseguida echo a andar hasta el andén. Ahí permaneció varios minutos mirando los rieles del tren que paró justo delante de él y corrió las puertas. Subió al vagón y se sentó en el primer asiento que vio vacío. Al arrancar el tren acomodó la espalda y cerró los ojos. Pero oyó una tos y entonces reparó en que frente a él viajaba un viejo delgadísimo que parecía recién salido de un hospital.
¿Estará tuberculoso? Optó por cambiar de asiento. Fue entonces cuando conocí al sujeto; se sentó a mi lado y sonrió. ¿Ha visto ese viejo que tose ahí atrás? tiene cara de estar muy enfermo. Eso lo verá todos los días si toma este tren; fíjese en esa mujer gorda con pantalones cortos; le faltan muchos dientes; lleva los zapatos rotos; acaba de decirle a la del pañuelo verde que no tiene trabajo, ni su marido tampoco. Aquí se ve y se oye de todo.
Con solo observar a los pasajeros del tren sabrá lo mal que estamos viviendo en este país de nuestras culpas. ¿En que trabaja usted? Soy periodista; escribo para un diario matutino. Yo vendo productos enlatados: sardinas, arenques, atún. ¿En cual estación se quedará? En la de la Universidad Autónoma. ¿Estudia alguna carrera? No; es mi hijo quien estudia allí; lo llamé para que me transportara a la casa. Como ya sabe, salí furioso; pero volveré tranquilo.