Entre los monarcas árabes y los gobernantes árabes que no son reyes sólo existen diferencias mínimas; más protocolares y de forma que de fondo. Las realidades del poder autocrático, inexorable, hereditario, abarcan a aristócratas y revolucionarios. No sólo en el mundo árabe ocurre así. Mubarak, Ben Ali; Khadafi; gesticularon siempre como si no fueran gobernantes absolutos o totalitarios sino patriarcas democráticos. Fidel Castro gobierna la isla de Cuba desde hace cincuenta años. Le sucede en el poder su hermano Raúl. Entre los Castro y los Habsburgo no parece haber distancias considerables.
Plantear este tipo de asuntos resulta irritante y produce enseguida respuestas airadas. El poder es el poder; se ejerce siempre del mismo modo, aducen unos; muchos otros, ponen los ojos únicamente en el cambio social que prometieron instaurar esos protagonistas revolucionarios. Nunca preguntan si este o aquel régimen político está controlado por minorías o si se apoya en grandes masas populares. Tras un breve examen, descubren pasmados que en ambos casos monarquías tradicionales y autoritarismos socialistas el poder reside en reducidas camarillas de militares, burócratas, funcionarios del partido. Sobrevienen así momentáneos desencantos ideológicos o dolorosas rupturas permanentes.
Entonces, personas que fueron simpatizantes de regímenes que intentaron cambiar radicalmente un orden social injusto que nos oprime económicamente, una vez decepcionados, se proclaman anarquistas descreídos de toda forma de poder público. Y como anarquista es un vocablo que arrastra cierto tufo de petardista, prefieren ser llamados ácratas, esto es, individuos que rechazan cualquier modalidad de gobierno. Suponen que las sociedades podrían organizarse sin ningún aparato estatal, como en pasadas épocas sostenían los anarco-sindicalistas.
Esta postura parece un error macizo. Es utópico pensar que un pobladísimo Estado-nación podría sobrevivir sin gobierno. El ejercicio del poder político es inseparable de las sociedades humanas. Dar la espalda a la existencia real del poder no es actitud razonable. Al descubrir los excesos del poder pretendemos abolir el poder completo. Algo así como extirpar el estómago para evitar la mala digestión. El único camino válido es tomar decisiones, caso por caso, cada día, con respecto a los problemas de la colectividad. El ácrata desilusionado debe, simplemente, transformarse en ciudadano alerta y desconfiado. Pero los rodeos del fanatismo político obscurecen esa visión.