A PLENO PULMÓN
Sismógrafo parlante

<STRONG>A PLENO PULMÓN<BR></STRONG>Sismógrafo parlante

El 4 de Agosto de 1946 el pueblo dominicano sufrió un terremoto de magnitud considerable.  En San Francisco de Macorís la iglesia se derrumbó por completo.  Las imágenes de algunos santos sobrevivieron milagrosamente; cubiertas de polvo por la caída de la bóveda, fueron rescatadas de los escombros.  Mujeres devotas limpiaron y lavaron cuidadosamente las estatuas.  Hubo que construir una capilla de madera para trasladar santos, campanas, objetos litúrgicos, vestiduras sacerdotales.  En la región de Samaná el sismo provocó daños importantes a causa de inundaciones marítimas.  Los geólogos midieron con exactitud los “sacudimientos telúricos” de ese día. 

Temblores de tierra menores se sintieron durante más de una semana.  Según mi hermano mayor, un experto extranjero había declarado a los periódicos que los temblores posteriores al sismo principal eran “reacomodamientos tectónicos”.  En Santo Domingo las personas muy viejas, asustadas, no dormían bien; recuerdo claramente a una mujer “entrada en años” que todos los días se asomaba a la puerta de su casa y preguntaba a los vecinos: “¿Lo sentiste? ¡fue muy fuerte anoche!”.  A esa señora la llamaban mis amigos “sismógrafo parlante”.

Usando una botella pequeña de “Coca-Cola” su hijo ideó un instrumento para saber si temblaba la tierra.  Amarró en la punta de un hilo varias tuercas y  arandelas; las colgó en el interior de la botella diminuta.  Cualquier oscilación hacía que las piezas metálicas tocaran  vidrio y despertaran a su madre para que huyera de la cama.  Parece que este “sonajero sísmico” funcionaba bastante bien. Pero había que prepararlo todas las noches, como si fuera una ratonera.  Se dejaba “cargado” al apretar un nudo corredizo que “erizaba” las arandelas para que se acercaran al borde de la botella.

El terremoto me sorprendió en La Vega, a medio día, de vacaciones. No había cumplido nueve años; acababa de bajar de un frondoso árbol de laurel en un parque próximo a la casa; estaba tendido en uno de los bancos de granito de la plaza; sentí primero una vibración, luego una sacudida; me pareció que una grúa arrancaba el banco de sus cimientos; vi un caballo arrodillado delante de una carreta; y mucha gente corriendo despavorida.  Turbado, regresé a casa.  La abuela, viéndome ileso, me abrazó llorosa.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas