La vieja llevaba una cortísima bata sin botones, que dejaba ver unas tetas largas y flácidas que terminaban en dos pezones negros con la forma de semillas de cajuil. El joven teatrista echó un vistazo a la concurrencia para comprobar si sus palabras habían sido escuchadas; y después de una breve pausa respiratoria, continuó: la anciana despeinada tiró la bata diciendo, el calor es sofocante. Ahí empalmó una parrafada tan sofocante como la de su marido-escénico. Bata, calzoncillos, próstata y bacinilla pretendían ser metáforas de la decadencia o caducidad humanas; la desnudez de una pareja en la edad madura aspiraba a ser algo así como descubrimiento o revelación de lo oculto por las costumbres burguesas.
No hubo en el curso de los diálogos una sola palabra reveladora o iluminadora de la verdad de esas vidas o de las de los espectadores. Era, en realidad, un truco vanguardista preparado por dos adictos a la morfina, ayudados por un coreógrafo sin trabajo que debía dinero al dueño del café. La sociedad contemporánea -dijo el teatrista, levantando una mano para señalar hacia la calle- está compuesta por engranajes mecánicos; no tiene latidos, ni movimientos respiratorios al modo de hombres y animales. En lugar de aliento y pulso hay bocinazos, chirridos de frenos, pitazos de alarmas que protegen cajas registradoras.
Solamente hay ruidos superpuestos impedidos de volverse música; existen émbolos, bielas, motores, turbinas. Nuestra época postula y exige una poesía epiléptica. Un orador que pretenda decir una verdad, deberá subir al podio armado de un garrote. Un leño bastaría si el auditorio fuese de estudiantes; si se tratara de otra clase de público sería obligatorio llevar armas de fuego. La verdad tiende, ella misma, a ocultarse, la han acostumbrado a los tapujos más refinados.
El testimonio de un presidiario enfermo, en la mayor parte de los casos, es un recurso de abogados dirigido a adormecer a los jueces para que impongan sentencias más benignas. Las confesiones de una coqueta, en realidad sirven para que el editor venda historias picantes, eludiendo el rótulo de pornografía. Un funcionario público decepcionado que anuncia grandes revelaciones, podría ser un difamador pagado por un partido de oposición. Vivimos tiempos nunca soñados por Tristan Tzara.