Hace dos semanas tuve el placer de acompañar a mi esposa y a una de mis hijas en un paseo por la ciudad colonial de Santo Domingo. Ellas querían visitar una tienda situada en la calle Salomé Ureña, llamada La Alpargatería. La venta de alpargatas o el encargo de confecciones a la medida, comienza a las 4:00 pm. En el local de la tienda funciona también un restaurante al estilo existencialista de los años sesenta. Hay un patio con mesas desiguales, caminos de grava y losetas, donde muchachas jóvenes lucen atrevidas modas de último minuto. Los muchachos que las cortejan dan la impresión de estar estrenando el mundo y en posesión plena de numerosas verdades absolutas.
En largos divanes acojinados varias parejas jugaban a las cartas. Repentinamente, caí en la cuenta de que yo era el único viejo que había en el patio. Muchachones melenudos, con crocs de colores chillones, me miraban con sorpresa cuando levantaban sus cabezas sobre las pantallas de las laptops. Llamé a un jovencito que tomaba órdenes de bebidas y comidas. -¿Quién era el dueño de esta casa? pregunté. Me explicó con mucha amabilidad que todo lo que sabía era que antes vivía allí un americano. El americano visitó la casa hace poco y no podía creer lo que veía; la hemos transformado con una originalísima decoración.
Al salir de nuevo a la calle me pareció que esa casa pertenecía al viejo oftalmólogo Noboa Recio, quien tenía consultorio en el segundo piso cuando yo asistía a la escuela elemental. Después pasé frente a la casa donde vivió doña Tatá Benliza, una dama instruida y culta de la que se decía había mantenido una prolongada correspondencia con el poeta Gastón Deligne. Doña Tatá usaba complicados sombreros adornados con racimos de flores artificiales. Era una mujer de aspecto solemne, circunspecta y elegante. La vi un día: falda gris, blusa color aceituna, durante una misa de difuntos.
Entré entonces a la antigua casa de la familia Báez Soler. Ahora es un hotel que abarca varias viviendas contiguas. Topé adentro con un famoso retrato de Isabel la Católica. A partir de ese cuadro un médico español diagnosticó que Isabel padecía hipertiroidismo: reinaba a pesar del bocio.