En la RD la verdad suele producir horror; tanto nos hemos acostumbrado a la mentira, que con sólo decir una verdad pequeña producimos escándalo. Los políticos y los funcionarios se mueven en el eufemismo como peces en el agua. Ninguna cosa, por importante que sea, es abordada de frente. Siempre se opta por el tratamiento oblicuo. Si algún periodista se atreve a examinar un asunto con ánimo de esclarecerlo se le tilda de ser un fresco. Algunos, más condescendientes, concluyen en que publicó algo muy fuerte, o que se trata de un hombre polémico. Preferimos evitar cualquier riesgo al opinar sobre asuntos políticos. Parecería que somos superdiplomáticos.
Pero no es así. Junto con ese exceso de cuidados para no meternos en líos al formular una verdad menuda, coexiste una ruda vocación para descalificar a los demás, sin ningún miramiento diplomático. Todas las semanas algún funcionario o dirigente político declara: fulano de tal no tiene calidad moral para opinar acerca de esto o lo otro. Los problemas colectivos sólo podrán mejorar cuando sean afrontados con valor y verdad. La mentira tiende a ocupar el espacio de la verdad si la verdad no se expande por obra de algún sostenedor. Hay que inflar la vejiga de las verdades cotidianas como si fuese un ejercicio respiratorio. De lo contrario, las mentiras terminan por aplastar a las verdades.
Un mínimo de verdad es inexcusable para una vida satisfactoria. Sea en lo personal o en lo social, la verdad tiene un poder fecundante. La política es, por principio, el reino del ocultamiento o del disimulo. Cada político actúa como un aprendiz de torero, dando capotazos a la realidad para encubrirla, sofocarla o deformarla.
Una dosis de verdad es imprescindible para el cambio social. Esa dosis mínima debe circular por las venas de la sociedad con fines terapéuticos. La radio, la TV, los periódicos, pueden servir de vehículos o vectores de la verdad. Ser un agente transmisor de la verdad tal vez llegue a ser en lo futuro una meta de los estudiantes de periodismo. (Agradezco al señor Manuel Cuevas haber enviado por correo electrónico copia de este editorial de El Siglo, escrito por mi hace diez años, sep/26/2000. Sigue vigente).