A PLENO PULMÓN
Una profesión ingrata

A PLENO PULMÓN<BR>Una profesión ingrata

Es mucho más fácil “proyectar un plan” que llevar a cabo el proyecto planeado.  La realidad es “resistente”; no se doblega a nuestros deseos sino después de prolongados esfuerzos.  Por eso se dice que “del dicho al hecho hay un gran trecho”.  Esta expresión popular es verdadera, tanto en el mundo de la literatura como en el de los negocios.  No es lo mismo un libro en proyecto que un libro publicado; tampoco es igual un proyecto de negocios que una empresa en marcha.  Pero la actividad en la cual la diferencia entre lo planeado y lo realizado resulta más patente y dramática es la política.

 El ejercicio de la política es una “carrera” ingrata y azarosa.  Los políticos saben dónde han comenzado, mas no saben dónde terminarán.  Ni Alejandro Magno, ni César, ni Napoleón soñaron cómo acabarían sus vidas.  Lo mismo cabe decir de Hitler o Mussolini.  Trujillo, Noriega, Fujimori, son otros tantos ejemplos, más cercanos geográfica y temporalmente.  Sin embargo, este aspecto de cómo empiezan y cómo acaban, no es el más importante.  Todos los políticos están obligados a actuar rodeados por un coro estridente de opiniones disonantes.  No existe un solo asunto de la vida social acerca del cual haya unanimidad.  Las diferencias de opinión son “el medio”, efervescente y ácido, en el que tienen que vivir.

 Se ha dicho que la política produce “falsos amigos y verdaderos enemigos”.  Los amigos de ocasión de un político desaparecen súbitamente cuando éste “cae en desgracia”.  En cambio, los enemigos llegan a ser encarnizados e irreconciliables; buscan la muerte del adversario; y después, que su cadáver quede “troceado” como carne destinada a la fabricación de embutidos.  Un político debe oír elogios desmesurados sobre su persona y “ejecutorias”; también los insultos más hirientes, denigrantes y perversos.

 Cuando un político cruza airoso la distancia que separa “el dicho del hecho”, es un suceso admirable.  Los hombres de empresa pueden quebrar silenciosamente y publicar un pequeño “aviso judicial”; a los literatos frustrados se les condena, simplemente, a no ser mencionados en las antologías.  A los políticos les espera la rechifla colectiva: sea en vida o cuando caen en manos de los historiadores.  Triunfan bajo una lluvia de improperios.

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