Todos los días se frustran o interrumpen cosas grandes y pequeñas, colectivas o individuales, de enorme importancia o de limitadísima significación personal. Habíamos visto interrumpir la vida de un dictador y el mandato de un gobernante elegido por el pueblo; ese día se frustró el funeral de una viuda de 89 años, la publicación privilegiada de un escrito acerca de gatos de la ciudad vieja de Santo Domingo. ¿Qué ocurría, al mismo tiempo, del otro lado del río? Mientras las compañías de seguros conferenciaban para acordar indemnizaciones por tantos cristales rotos, los militares buscaban la forma de explicar las causas del incendio del arsenal.
El día de la explosión, el oficial superior de servicio por la jefatura de Estado Mayor era el coronel Miguel Hernando Ramírez. Después de tomar todas las medidas pertinentes en estos casos, proteger y evacuar el personal del campamento, el coronel sintió cerca el calor del fuego e intentó alejarse; la onda de la explosión lo lanzó por los aires unos veinte metros más adelante. Sufrió diversos golpes y magulladuras. Tuvo que someterse a estudios radiológicos dirigidos por un osteólogo.
Nunca sospechó el oficial superior de servicio que terminaría sus rutinas militares de aquel día con todos los huesos adoloridos. El Triunvirato, presidido por Donald Reid, los jefes de Estado mayor de los cuerpos armados, ordenaron una investigación exhaustiva para determinar el origen del siniestro. Después de varios meses de averiguaciones la comisión encargada quedó exhausta. No pudo establecer nada concluyente. Y, como es obvio, todo concluyó en nada.
Los periodistas oyeron diferentes versiones de los sucesos. La más persistente de ellas parece sacada de un cuento costeño de García Márquez. Podría titularse: La increíble y triste historia de los cándidos militares que vendían bronce a los exportadores de chatarra. Miembros de las fuerzas armadas, según parece de todos los cuerpos y todos los rangos, se dedicaron durante años a sacar la pólvora de las balas viejas de equipos en desuso.
Se acumulaba la pólvora para ser re-usada en cargar cartuchos de escopetas. Los casquillos de los proyectiles se pesaban y eran vendidos a un metalero exportador de chatarra. La explosión interrumpió ruidosa, dolorosa e inesperadamente, un negocio de alto rendimiento.