El tema sobre el que me dispongo, no sin miramientos, a arbolar algunas ideas acaso sea uno de los que más se prestan a conflictivas interpretaciones y enojosas polémicas… que en la esfera del académico escrutinio contados asuntos hay capaces de avivar la peligrosa hoguera de la creación cual éste de lo popular y lo culto en la literatura.
Como quiera que es ya demasiado tarde para el arrepentimiento, procuraré al menos que el lector disculpe mi osadía aclarándole, por modo de preámbulo conciliatorio, el alcance real de las sumarias y nada originales reflexiones que, a punto largo, me propongo estampar de inmediato, a riesgo no lo ignoro de provocar bostezos o de alimentar hasta en los ánimos mejor dispuestos justificada exasperación.
Entremos sin tardanza en materia: ¿Estarán aludiendo a lo mismo quienes se endulzan los labios con el vocablo pueblo? ¿se estarán refiriendo a idéntico predicado quienes desenvainan amenazadoramente, cual espada de su funda, la palabra cultura?… Me temo que el problema comienza por aquí: no es verdad que esas dos familiares voces hagan surgir en el espíritu de cuanta persona entiende el castellano unívoca y similar representación. Pues nos hallamos ante expresiones que, sin discusión posible, cabría etiquetar de camaleónicas; signos lingüísticos proteicos que apuntan a un espacio semántico de vital importancia social y, por ende, (puesto que nuestra sociedad es todo salvo homogénea y armónica) plagado de adherencias valorativas a veces inconciliables y casi siempre perturbadoras en cuyas trampas, apenas nos disponemos a examinar el asunto, dejamos la piel de la ecuanimidad hecha jirones.
Nos complazca o no, lo que acabo de registrar nada tiene de sorprendente. Hay temas y temas. Frente a algunos de ellos es más fácil adoptar una postura de desprendimiento afectivo que frente a otros. Si la discusión gira en torno a cuestiones de gusto, de creencias en las que nuestro temple vital y tendencias anímicas más profundas están en juego, cualquier desacuerdo, por trivial que parezca, puede degenerar en un abrir y cerrar de ojos en violencia verbal o hasta en agresión física. Si, por el contrario, el tópico sobre el que se debate, en razón de su naturaleza abstracta, especulativa y ajena a las pasiones que suelen aflorar en el plano de la existencia cotidiana, no se deja impregnar con los efluvios de beligerante estofa que en los renglones anteriores consideráramos, entonces la controversia, no obstante los disentimientos a que dé lugar, podrá desenvolverse de manera sosegada y asépticamente filosófica.
Para desgracia mía los hechos que ambiciono elucidar, aun cuando en principio no tendrían por qué sacar a nadie de sus casillas, me constriñen a recurrir a conceptos ideológico valorativos que destilan emotividad, habida cuenta de que se inscribe el tema literario en disputa en el territorio harto conflictivo de lo social. La tentación de resbalar por la pendiente del alegato político y ético resultará entonces casi irresistible. Y si cedo a pareja tentación, sospecho que no habrá emborronado la pluma dos cuartillas sin que me sorprenda el lector blandiendo un discurso más de barricada que de cauta ponderación crítica, discurso en el que la vehemencia del gesto y la toma furibunda de partido serán incapaces de ocultar la penosa ausencia de juicios certeros y de opiniones fundamentadas y atendibles.
En verdad el equívoco comienza a cobrar cuerpo desde el mero instante en que oponemos lo culto a lo popular, y tan sonrientes nos quedamos. Pues en buena lógica cultura se opone a incultura o a ignorancia, pero no a pueblo ni a popular. Mientras que el antónimo de pueblo sería elite, grupo dirigente o alta clase. En pocas palabras, lo que sucede es que al enfrentar lo popular a lo culto estamos aceptando en la práctica, aunque de ello no nos percatemos, que el pueblo es por antonomasia, por definición, inculto, en tanto que la gente docta y refinada no tiene con el concepto de pueblo ni con la imagen que nos forjamos de lo popular ningún nexo, contacto o filiación. Al pueblo se le define por su estulticia, en tanto que la cultura sería atributo inalienable de un sector minoritario y privilegiado de la nación que complacientemente cree morar en los antípodas de la insipiencia y, por tanto, a reconfortante distancia de los vapores nauseabundos que despiden las masas.
Refrendemos o no semejante forma de pensar (yo estoy lejos de dar mi consentimiento ante quienes así discurren), lo cierto es que cualquier debate en torno a lo popular y lo culto en literatura se abrirá paso ineluctablemente sobre el trasfondo ideológico señalado, trasfondo que acuña una visión peyorativa de lo popular y enaltecedora de lo culto que estamos en libertad de asumir con regocijo o de vituperar con denuedo, pero cuyas numerosas implicaciones, por más que lo pretendamos, nunca podremos esquivar
Empero, procuremos asir al toro por los cuernos… Se me antoja que para que estas cogitaciones obtengan provechoso resultado conviene separar dos aspectos diferentes maguer que siempre andan juntos y abrazados en la cuestión que nos ocupa. Me refiero al aspecto literario, por un lado, y al histórico y societario, por el otro. El hecho de que la literatura sea fruto de la sociedad y tenga como base y condición una específica comunidad humana más o menos evolucionada, no nos impide en modo alguno establecer un nítido deslinde entre una y otra. Porque es notorio que sociedad y literatura no son la misma cosa; así como todas las flores tienen color, pero no todos los objetos que tienen color pueden ser considerados flores.
Ahora bien, amigo lector, si estás aquí empeñado junto a mí en precisar algunas ideas acerca de lo popular y lo culto, colijo que no perteneces, que no puedes pertenecer al pueblo. El pueblo no se preocupa por estas cosas. El pueblo al menos en nuestro país está conformado por esa inmensa y anónima legión cuyo desvelo fundamental consiste en averiguar cómo se las arreglará para comer mañana; y que cuando se divierte hace cualquier cosa salvo leer un poema de Eliot o extasiarse ante las páginas de El Quijote. El pueblo tiene la desdicha de ser, por lo común, el gran ausente en las tempestuosas discusiones donde para bien o para mal sale su causa a relucir… En otros términos, en una sociedad dividida en clases, grupos y sectores donde la riqueza y el saber están desigual e injustamente repartidos, el pueblo será identificado siempre con aquel ejército de personas que por consagrar el grueso de sus energías a subsistir, en condiciones con frecuencia deplorables, no está en capacidad de crear ni de disfrutar de eso que hemos denominado arte y literatura.
Llegado a estas estribaciones de mi cavilación, acaso no se me reproche que esclarezca lo que entiendo por literatura y arte auténticos: las manifestaciones esplendentes de la sensibilidad y el intelecto que, sin interdecir el carácter lúdico de la creación ni traicionar su universal linaje espiritual, densifican nuestra existencia asaz torpe y rutinaria, planteando un nuevo y más radical sentido de la vida y proponiendo una excitante forma de sobrepasar nuestras desesperantes limitaciones y viciosa estrechez. Esto sólo lo plasman el arte y la literatura superiores; con lo que no quiero afirmar que el pueblo no sea capaz de procrear frutos literarios y artísticos valiosos; pero lo hará sin darse cuenta de que lo está haciendo, y el mismo regocijo le procurará escuchar la tonada procaz que la décima airosa. Lo que nosotros llamamos literatura y arte popular, para el pueblo es simple entretenimiento. El pueblo se divierte y para pasar un rato agradable se expresa en veces de manera estupenda y en no pocas ocasiones de modo terriblemente defectuoso, en tanto que disfruta por igual de todo lo que su ingenio alumbra. Pero lo esencial es que no tiene conciencia de estar haciendo arte o literatura, y le importa un bledo que lo consideren artista o literato. El folclor es un invento de la clase universitaria, no del pueblo. El pueblo baila y canta y recita poemas y decora su casa con imágenes; el folclorista, que pertenece a otro nivel social, clasifica luego esas manifestaciones como obras de arte o de literatura popular, cuando en realidad no aspiran a ser eso porque, repitámoslo, no existe en el pueblo una clara y definida experiencia estética, en el sentido en que la percibimos nosotros cuando abordamos, por ejemplo, la lectura de El siglo de las luces o la audición de la Novena Sinfonía de Beethoven. Cabe eliminar todas las expresiones literarias del pueblo y aún nos quedaría casi intacta una soberbia literatura dominicana. Pero si de repente desterramos de nuestro Parnaso a Juan Bosch, a Moreno Jimenes, a Franklin Mieses Burgos, a Pedro Henríquez Ureña, el acervo de las letras vernáculo se vería irreparablemente empobrecido. Y aunque el escritor no rehuya el contacto con el pueblo, el pueblo desventuradamente suele mostrarse ajeno a los afanes y preocupaciones del literato, sin exceptuar al literato que escribe sobre motivos populares.
Al fin y a la postre, el asunto es pavorosamente simple: para pergeñar genuino arte y literatura perdurable se requiere, amén del talento, tiempo libre y preparación. En el decurso de la historia milenaria de la humanidad, hasta nuestros días, sólo exiguas minorías han dispuestos de esas dos ventajosas prebendas. Nada de extraño tiene, pues, que el arte se confunda con arte de élite y la literatura con literatura culta.
Tomemos a modo de ilustración la poesía. Es bien sabido que no todo el mundo tiene acceso franco al lenguaje poético. La razón es obvia: comprender la creación del bardo, degustarla, no, digamos ya, concebirla supone por parte del lector la posesión y el manejo de un código artístico que sólo el dominio de la tradición literaria y un largo entrenamiento en el comercio con la palabra en su función expresiva proporcionan. En efecto, la estrofa lírica no puede desentrañarse del mismo modo como nos enteramos, pongamos por caso, del contenido de un reportaje periodístico. El discurso del poeta no es práctico, no es reflexivo ni lógico, de ahí que lo que nos trasmite (su núcleo cognoscitivo poético) está sujeto a una dinámica lingüística propia y peculiar que se caracteriza, entre otras cosas, por no hacer referencia a la realidad extra textual sino en la medida en que tal referencia importa una conformación verbal única, no reemplazable, que pone a vivir frente a nuestros ojos de manera sensible cierta criatura de palabras de índole imaginaria, universo autónomo de signos que antes que agotar su sentido en la mención de cosas externas o en la manipulación de ideas, nos compele a enfocar la realidad común y corriente desde una inusual perspectiva de asombro y perplejidad, aquella en que el autor se colocara al crear su poema. El discurso poético conlleva siempre un segundo plano de significación, que si bien sólo puede levantarse sobre los cimientos del lenguaje comunicativo ordinario, en ningún modo se confunde con éste. Y se reduce, al cabo, la cuestión en poder ascender hasta esa segunda y empinada planta de la conciencia. Aventura que exige cordeles mucho más firmes que los que nos brindan el simple entrenamiento espontáneo merced al que logramos darnos a entender exitosamente en nuestra lengua materna…
Una nueva pericia hace sentir su ausencia: la que surge de la familiaridad con el tratamiento no pragmático o utilitario, sino estético de la palabra. A falta de semejante enfoque el enunciado lírico no consigue germinar, porque el reino de lo poético no lo conquista el individuo sin una prolongada y tenaz lucha con el instrumento idiomático, combate que va ejercitando paulatinamente la capacidad de advertir nuevos matices, nuevos brillos, nuevas turgencias asociativas que, al sumarse, generan un organismo verbal no reducible a sus componentes aislados y una misteriosa significación signada por la polivalencia, enigmático sentido que rehúsa ser confinado en las ideas que en el texto, con engañosa promiscuidad y siempre de manera inesperada, afloran. De ahí que al lector ingenuo, poco ducho en la lid poética, tales creaciones se le antojarán una conducta expresiva forzada, afectada, antinatural. Y es claro que si el paradigma de la naturalidad resulta ser el uso práctico, puramente referencial del lenguaje la poesía tendrá que ser juzgada el non plus ultra del artificio y el rebuscamiento. Aquello a lo que no estamos habituados luce extraño y desconcertante. Si no estamos dispuestos a adoptar la perspectiva de lectura que el poema impone, pasará la poesía por delante de nuestras narices sin que la podamos advertir.
A otra realidad subjetiva, íntima, personal es a la que hace referencia el poema. Sólo en función de tan particular estado de alma puede el discurso del poeta ser correctamente aprehendido y golosamente degustado. El significado literal de las palabras es sólo la materia prima que permite al vate elaborar ese segundo y fundamental valor semántico que calificamos de poético. Valor al que la cadencia musical del verso añade un elemento rítmico y sonoro que contribuye en no escasa medida a configurar el clima de fascinación y plácida armonía en el que el aeda nos sumerge.
…Hora es ya de concluir. No hay por qué llover sobre mojado. A menos que el lector sea de contrario dictamen, lo que llevo dicho vierte suficiente luz sobre el problema que nos incumbe: la gran literatura exige conciencia estética; pareja conciencia a causa de la deficiente formación no existe o sólo asoma en atisbos muy rudimentarios en los sectores populares. No es otro el motivo de que el pueblo no cure de los poetas, no demuestre interés por la labor que estos realizan. Modificar tal situación es un urgente desafío que atañe a la política cultural del país, desafío al que nadie está ajeno pero que excede, desde luego, el marco del quehacer literario y los límites de estas demasiado precipitadas apuntaciones.