A propósito del cambio en la gestión pública

A propósito del cambio en la gestión pública

MIGUEL ANGEL PRESTOL

Ni zahoríes ni adivinos hacen falta. La tendencia en el electorado es desde ya tan clara como sol de mediodía. El ardor latente es el de un cambio de modelo en la praxis del poder político. A contracorriente de las limitaciones consuetudinarias, la expectación atiende sobre todo a la oferta de una redirección y puesta en valor de las instituciones estatales.
Cursa a todas luces un renovado empeño en una política de prevención y castigo de la corrupción administrativa que opere como eje transversal de las iniciativas orientadas a garantizar la salud, la educación, el trabajo y la producción nacional, aún condicionado todo por los daños colaterales a la economía que se comienzan a experimentar en medio de la pandemia que nos llegó como espectro advenedizo.
Más allá de los tropiezos de origen, desde la proclamación separatista, seguidos de la faena inevitable para la afirmación del proyecto nacional y las estériles confrontaciones caudillistas posteriores a la memorable Guerra Restauradora, son aisladas y fugaces en nuestro devenir histórico las ocasiones en que una determinada coyuntura apunte a la viabilidad de un giro en los arraigados hábitos viciados de la gestión gubernativa.
El anhelo de un régimen democrático que a la par de certeras iniciativas priorice la defensa del patrimonio público, ha quedado tradicionalmente relegado a una sublime utopía.
Pudiéramos tal vez acreditar el ambiente que precedió a la elección en 1876 del ilustre repúblico don Ulises Francisco Espaillat. Pero muy pronto se desvaneció la esperanza. Suficientes serían seis meses y veintiún días de la instalación de Espaillat en la presidencia para que se viera éste compelido a resignar la alta investidura, con el mismo amargo desengaño con que pronunció estas palabras: «Yo creí de buena fe que lo que más aquejaba a la sociedad de mi país era la sed de justicia, y desde mi llegada al poder procuré ir apagando esa sed eminentemente moral. Pero otra sed más terrible la devora: la sed de oro»…
Del predominio de los regímenes autoritarios y corruptos a lo largo de nuestro accidentado devenir histórico, ha tomado cuerpo la creencia errónea de que el gobierno reside exclusivamente en la esfera del Poder Ejecutivo o, dicho con mayor franqueza –respecto de ominosas etapas de la vida nacional–, en aquel mandón arbitrario que ha solido erigirse en «ley, batuta y Constitución».
El memorial teórico-crítico de Montesquieu, plasmado en El espíritu de las leyes, fija el punto de mira en el cerco impuesto por el monarca absoluto a toda concepción del Estado de derecho, a causa de la concentración del poder. Notemos, sin embargo, que la idea luminosa de una separación de los poderes se sujeta a una articulación necesaria para asegurar sus fines. Es el grado de eficacia de los mecanismos de supervisión interdependientes.
Si operante pudiera decirse el entramado legal supuesto a transparentar el comportamiento de los órganos responsables de velar por la recta marcha de la Administración Pública, sería probablemente menor el déficit de respuesta a los continuos encasillamientos en los índices de corrupción, siempre que primara la determinación de hacer valer las vías de control contempladas en la letra de la Ley Fundamental.
Una cruzada anti-corrupción como la que tiene en carpeta el economista Luis Rodolfo Abinader Corona, haciendo parte esencial de un proyecto de cambio de rumbo en la dirección del Estado, concuerda con la necesidad de un corte radical del lastre que imposibilita una administración escrupulosa del patrimonio público. La fiscalización del uso y la inversión de los recursos públicos, lo mismo que una celosa comprobación del cumplimiento de los trámites legales administrativos, incluidos los negocios en que se compromete el Estado, precisan de una severidad extrema. Esto impone una redefinición del trabajo de organismos tales como la Contraloría General de la República y la Cámara de Cuentas, a cargo de los controles interno y externo.
En el saludable propósito de desterrar la impunidad ante el crimen de cuello blanco (fraude, peculado, cohecho, estafa, lavado de activos, tráfico de influencia, etc.) habrá necesariamente que contar con la identificación de los demás poderes del gobierno. Cabrá esperar un Congreso Nacional de cara a su rol fiscalizador y de interpelación a funcionarios; en disposición de exigir, además, rendición de cuentas y de traducir al juicio político para su destitución a aquellos funcionarios electivos que incurran en faltas graves. Asimismo, un sistema judicial activo impulsado por un ministerio público diligente y objetivo en la persecución del crimen y el delito, sin acepción de personas, con una judicatura bajo una vista escrutadora del Consejo del Poder Judicial.
La tarea es enmarañada, sin duda, muy especialmente en los días que corren de vigencia internacional del narcotráfico y el crimen organizado. Pero venzamos la utopía. Laudable será todo esfuerzo por garantizar una profilaxis moral en la administración de la cosa pública. ¿Quién no quisiera pronunciar alguna vez una frase semejante a aquella que se quedó en el sueño español de don Santiago Ramón y Cajal?: ¡Felicísimo país el nuestro en donde la casaca ministerial, la toga y el blasón, no delinquen jamás!»…

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