Esos no son “palomos”, rateritos de patio, esos que se encapuchan y exhiben armas como trofeos de sus “hazañas” de horror y muerte son delincuentes de carrera surgidos de frustraciones, resquemores y animosidades; procreados por una sociedad en decadencia moral que reniega de sus esencias espirituales y se postra ante los logros materiales, sin importar la sangre o el delito que manche el dinero que llega a sus manos.
Poco importa en un medio social donde se predica la honestidad pero muchos no la practican, que conviven impasibles con la corrupción, el narco y el contrabando, con la explotación humana laboral.
Nada importa que se llenen de mugre los millones de pesos y dólares, el dinero sucio, malhabido, ensangrentado, que fluye por bancos, financieras y prósperos negocios que lavan manchas indeseables, siempre que lleguen a las manos de los corruptos que triunfan en la política y las finanzas libres de sanciones.
Paradigmas del éxito. Triunfar, ganar dinero, mantener a toda costa un estilo de vida ostentoso es lo que cuenta, es lo que vale. Y es lo que impulsa a adolescentes y jóvenes que tomaron las armas, el delito como oficio, “su trabajo”, entrenados aquí y en el exterior.
Son criminales que asumen esos paradigmas del éxito, prestos a conquistar golpe a golpe cuanto demanda el modelo social de enriquecimiento ilícito, saltar al podio de los “triunfadores”, de los que exhiben teneres. Decidieron delinquir tras comprobar que muchos de los que exhiben dinero y poder son corruptos y mafiosos, tan delincuentes como ellos.
Y pretendiendo imitarlos, se despojaron de escrúpulos, convirtiéndose en individuos rudos, arrojados, armados y desalmados, que no se arredran ante el crimen, decididos a acumular dinero aun al precio de la vida.
Contrario a otros que se limitan a robos ocasionales, a esos delincuentes profesionales no les basta despojar a alguien del celular o la billetera, buscan millones. No son ladronzuelos de patio, necesitan dinero, mucho dinero; asaltar plazas comerciales, bancos, colmados, aliarse al microtráfico para saciar expectativas de vida desbordadas, volcar el resabio emponzoñado por la segregación que los arrincona y acorrala.
Son engendros de gobernantes que, aferrados a la altamente rentable política corrupta, ignoran la espantosa realidad de la población juvenil confinada en barrios marginados, escenarios de inseguridad económica y social. Los guetos de la exclusión, de la inequidad, donde fracasan políticas sociales que los atan a la pobreza.
Inseguridades. Combatir la criminalidad implica erradicar otras inseguridades que la provocan, surgidas de la abismal desigualdad en la distribución de la riqueza y de la corrupción:
Desempleo, déficits en salud, educación, agua potable y energía, entre otros servicios básicos.
Una serie de inseguridades socioeconómicas que a esos jóvenes, perturbados por la incertidumbre ante el presente y el futuro inmediato, los lanzan a “buscársela como sea”, por las buenas o las malas, convencidos de que están condenados a reproducir la pobreza vivida, la mísera experiencia del padre y del abuelo.
Mientras persistan, se mantendrá la criminalidad y consecuente inseguridad ciudadana. Mas, se hace caso omiso de una realidad social donde contrasta la posmodernidad y primitivas condiciones de vida de la que nacen criminales.
Bandoleros responsables de una violencia con cimas tan altas que amerita atención urgente, la acción mancomunada del Gobierno, la familia y toda la sociedad para arrancar de raíz la “siembra” de delincuentes que hoy persiste.
Ilegalidad aprendida. Esos malhechores entran al mundo de la ilegalidad, asumiendo formas de conducta individual u organizada que rompen normas sociales de convivencia.
Adoptan medios ilegítimos aprendidos en una sociedad que vive en impenitente violación de la ley, un instrumento para manipular, extorsionar, castigar a los desvalidos.
Esos que asaltan, atracan y matan se ensañan contra un sistema social que les arrincona y acorrala. Buscan protagonismo, descargar frustraciones y tensiones acumuladas, y con sus actos delincuenciales mantienen en vilo a la sociedad que los vejó e ignoró.
No los contiene la autoridad, a la que intimidan para entrar a sus territorios, vedados a policías y antinarcóticos, salvo a sus cómplices. Como los políticos corruptos, buscan protección, invertir en armas y la compra de conciencias; sobornar jueces, oficiales y rasos de la Policía y las Fuerzas Armadas, ganar impunidad en los tribunales, la libertad en las cárceles.
Entre ellos hay sicarios, seres humanos carentes de afectividad, sin empatía, incapaces de sentir amor, de pensar en el dolor ajeno. Asimismo, jóvenes en quienes el bajo coeficiente intelectual se une el desorden de carácter, que se manifiesta en personas con deficiencias en su siquismo y alto potencial delictivo.
Integran bandas feroces como la autodenominada “Mata policías”, que sepultó agentes policiales para luego caer la mayoría de ellos abatidos por las balas de la revancha.
Muchos tienen una vida efímera. Cientos han muerto en los últimos decenios, asesinados en los incesantes “intercambios de disparos” de la Policía o enfrentamientos entre bandas.
La mayoría no sobrepasa los 25 años, muchos en edades entre 15 y 19 años, vidas perdidas que pudieron reencauzarse, que en su niñez debieron ser rescatados de las garras del delito.
Estos pandilleros son victimarios, pero generalmente víctimas de una violencia con las mismas raíces de la pobreza y de la hostilidad ambiental que los deshumaniza.
Se fueron moldeando durante su niñez marginal con un profundo vacío afectivo y saturados de violencia, resultándoles tan natural a su mente la riña o el robo como jugar y estudiar a niños y niñas que se desarrollan en un ambiente normal.