A punto de morir aplastado

A punto de morir aplastado

Rodando por estas carreteras, trepando por estas lomas, penetrando por esas cuevas, atravesando esos ríos y desbreñando esos bosques, uno pasa por riesgos que pueden costarle la vida. En realidad, uno no sabe cuándo va a caer un árbol por viejo, cuándo se va a desbarrancar por una ladera, cuándo se va a inundar la cueva en que andamos, o cuándo van a caer dos toneladas de roca sobre el vehículo en que nos desplazamos.

Pero como uno no anda haciendo esos cálculos, ni esperando que ocurran tragedias, sucede que un día sucede, inesperadamente, y de repente uno se encuentra flotando, no en el mar, sino viendo como se aleja uno del cuerpo que nos perteneció, mientras el susodicho cuerpo se queda en la posición más ridícula que haya tomado en vida.

Y lo peor es que uno no tiene tiempo ni de hacer una llamada por celular a la madre, a la hija, o al amigo más cercano. Porque si es en un avión que lo desvían para estrellarlo en un edificio, uno por lo menos tiene tiempo de hacer varias llamadas para narrar la aventura, o llamar al periódico, o pedir que le avisen a San Pedro, o que sé yo, pero solicitar algo, comunicar algo antes del final.

Cuando se trata de un «viaje» de rocas que le cae a uno de repente en la carretera no hay tiempo ni para oír el estruendo, y muchos menos oír el «crack» del cráneo y el cuello.

Y miren lo cerca que estuvimos cuando cayó ese volumen de rocas que ustedes ven en la foto. Si hubiéramos pasado tres semanas antes, justo a la hora en que se desplomó el peñonsazo ese, de seguro que no lo estuviéramos contando.

Publicaciones Relacionadas