¿A qué habremos de  temer?

¿A qué habremos de  temer?

El dominicano, que se caracterizó siempre por su particular hospitalidad y bonhomía, se ha tornado una persona reservada y conservadora.

El espíritu de buena vecindad, que fue seña de la personalidad del dominicano de antaño, se esfuma con el advenimiento de los tiempos modernos.

Dar amistad incondicional adquiere carácter de artículo de lujo, en una nación que ve transformar sus ancestrales estructuras, para dar paso a modernos edificios que alojarán desconocidos inquilinos, quién sabe de cuál procedencia, hábitos o comportamiento personal.

La gente de esta tierra, otrora de grandes sueños y esperanzas, se vuelve escurridiza, huraña, esquiva.

El fenómeno es quizás producto de esos cambios bruscos en la arquitectura social. O talvez del surgimiento de otra sociedad.

La teoría del “gancho”, legado de uno de los profesionales de la psiquiatría que con mayor profundidad estudió la personalidad dominicana, perdió vigencia.

Es que las naciones avanzan al ritmo de teorías y políticas de nuevo cuño, de patrones importados.

Las grandes ciudades crecen con verticalidad imparable.

Presumo que – de continuar la actual tendencia de edificar hacia arriba – al paso de un lustro nuestros vecinos más próximos en la cuadra ya no serán los Félix, Gutiérrez o Germosén, sino los señores Schmidt, Caruso o Howard.

Al menos, en esta capital de la que nos apropiamos en los años 40, 50 y 60, cuando todos eramos conocidos y el vecino era el familiar más cercano, a pesar  de que eran tiempos muy difíciles.

¡Qué viva la globalización!

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