¿A quién culpo?

¿A quién culpo?

ROSARIO ESPINAL
Todas las mañanas tomo un vaso de jugo de zanahoria. La costumbre comenzó hace varios años por una dieta de limpieza corporal que me recomendó una nutricionista. El hábito se ha prolongado más de lo imaginado, a tal punto, que una amiga me dijo hace unos meses que si continúo con esta práctica mi piel se tornará amarillenta. El temor, sin embargo, no ha roto la costumbre.

Menciono el asunto porque hace varios días en un viaje de Filadelfia a San Juan, con destino a Santo Domingo, llevé al aeropuerto una botella de jugo de zanahoria. No es fácil encontrarlo en cualquier establecimiento.

Al preparar mi equipaje de mano me percaté de no llevar nada que pudiera ser confiscado por los agentes de seguridad, pero olvidé que las botellas de agua de los pasajeros no pasan por los puestos de chequeo.

Al acercarme a la mesa donde exhiben objetos prohibidos vi envases de agua pero no de jugo. Decidí entonces preguntar si me autorizaban. No, fue la respuesta instantánea.

Decepcionada, enfrenté dos opciones: atragantármelo frente a los empleados porque ya había pasado el control de pasaportes, o botarlo.

Intenté primero tomarlo porque detesto el desperdicio de alimentos, pero la presión de completar el chequeo me impulsó a lanzarlo al zafacón después de varios tragos.

Proseguí hacia las máquinas de seguridad y los agentes al visualizar en pantalla mi equipaje me detuvieron. Lleva usted gelatina, preguntó uno. No, contesté yo. Entonces se inició la revisión.

El problema fue que en la bolsa donde traía el jugo había un yogurt y no se me ocurrió preguntarle al primer oficial si lo autorizaban. Una vez lo ubicaron, me lo quitaron y viajó directo al basurero.

Así, en cuestión de minutos perdí mi ingesta matinal. El jugo y el yogurt quedaron en compañía de muchos objetos descartados: botellas de agua, jugo, alimentos diversos, pasta dental, maquillaje y perfumes. Todos constituyen ahora un peligro internacional.

Cuánto desperdicio, pensé inmediatamente. Y para mi sorpresa, ahí no terminó la pesquisa de mi equipaje.

Por culpa del yogurt tuve que pasar a un cubículo donde, con un material especial, revisaron mi laptop por todos los costados.

Sorprendida ante tanta minuciosidad, pregunté: ¿Revisan ahora todas las computadoras? No, respondió la oficial, sólo algunas. Así confirmé que por el yogurt me encontraba en la categoría de sospechosa.

En ese momento no supe a quién culpar de mi pequeña desaventura. No me molestó tanto que me revisaran de arriba a abajo, sin zapatos, sin cartera, sin chaqueta; pero sí la cantidad de botellas y alimentos que yacía en los zafacones aledaños.

Inexorablemente pensé en los ataques del 11 de septiembre de 2001. Desde esa fecha no ha hay tranquilidad en los aviones ni en los aeropuertos.

Pensé en las desigualdades del capitalismo que somete tantas personas a la miseria y la desesperanza; en la expansión militar imperialista; en la capacidad de maldad humana, cuyos efectos no se aligeran ni siquiera con la bondad que podemos sentir y expresar los seres humanos.

Pensé en el fracaso del socialismo realmente existente del siglo XX que, ante sus deficiencias, colapsó sin dejar rendija para imaginar otras utopías. También en el llamado socialismo del siglo XXI que con una repetición de caudillos intolerantes no augura mejores resultados.

Y por supuesto, recordé las religiones que a pesar de su gran poder balsámico para todo tipo de achaques físicos y emocionales, han generado innumerables confrontaciones sociales.

Pensé en la pobreza y la corrupción que supuestamente combate el Banco Mundial, donde el principal ejecutivo tuvo que dimitir por prácticas carentes de normas éticas.

También en los salarios indecorosamente aumentados de los titulares de la Cámara de Cuentas y de otros funcionarios del gobierno dominicano que desde un cargo público procuran enriquecerse.

Permití que mi mente nadara por los problemas que hacían titulares de prensa esa mañana, y sólo mi propio descontento era capaz de mitigar la tentación de que la ira me desbordara.

Por suerte, en medio de mis dispares pensamientos, llamaron al abordaje. Me apresuré a la puerta de embarque como si el vuelo ya despegara. Recordé que me habían asignado asiento en la salida de emergencia, no sin antes confirmar que estaba dispuesta a abrirla en caso de desastre.

Ya ubicada en el asiento 17C de un pasillo angosto, proseguí con mi letanía de pensamientos hasta concluir que no sabía a quién culpar de todo lo que, según yo, andaba mal en el mundo esa mañana fresca de mayo.

Me inundó entonces la incertidumbre, sensación desoladora que comparo con el vacío que siento al despegar el avión, y repetí sin encontrar respuesta: ¿A quién culpo, a quién culpo, de todos estos problemas? Y ya en las alturas decidí tomar un receso de mis tormentos.

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