«A República Dominicana no vuelvo jamás»

«A República Dominicana no vuelvo jamás»

ELOY ALBERTO TEJERA
Fernando Vargas, ese fino traductor de T.S. Eliot, y hoy eterno neoyorquino, me dijo: «a República Dominicana yo no vuelvo jamás». En la frase corta sentí y contemplé una amargura larga que la sostenía. Me dio mucho miedo porque Fernando, un ser por naturaleza sosegado y sereno, con un aire más de lord inglés que de caribeño, me lo dijo con cierta violencia. Sutil, pero evidente. A mí me estremeció. Yo que estaba preparando en esos días mi retorno a la isla, sentí una desolación fuerte.

¿Qué podía llevar a un hombre, a un artista como Fernando Vargas a decir que jamás volvería a su país? ¿Qué desencanto y dolor tan grandes le provocaron la sociedad o las personas que allí merodean? ¿Qué pasó ahí? Confieso que tuve temor de preguntarle. Confieso que olvidé exactamente la explicación breve que me dio. Pero no el contenido esencial. La República Dominicana era sociedad de personas indolentes, con cierta mentalidad colectiva perversa. Era la idea. Y contemplar aquel rostro mientras me lo explicaba me dio un pavor gigantesco. Tan solo pensar en la posibilidad de volver a su país a Fernando Vargas le daba pánico.

A Fernando lo respeto no solo por la bella traducción que hizo de los poemas de T.S. Eliot, sino también por la traducción que hace la serenidad en su rostro.

Quizás por eso me place su conversación, y quizás por eso me turbó su declaración. «No vuelvo jamás» No culpo a Fernando. Yo no quise seguir indagando sobre más motivos. Yo me sentía hasta cierto punto avergonzado de mi retorno. No le dije que  venía a quedarme de forma permanente, no le dije que tenía la expectativa de volver a reencontrarme con las calles de la infancia, con el sueño de ir a visitar el cementerio de la Máximo Gómez, de visitar y ver de lejos el terreno donde vivió mi padre en Gurabo. Decirlo me hubiese sentido como que me atravesaba la cursilería, el vano sentimentalismo. Y Fernando no se merecía eso.

«A Santo Domingo yo no vuelvo jamás» me amargó la noche. Una noche en la que se hablaba de pintura y en la cual hasta me topé con algunos funcionarios consulares harto aburridos del actual gobierno y con los típicos saludos hipócritas que los amamantan. Fernando no volvería. Aquel Fernando que yo  contemplaba como un niño triste, desvalido, me dijo que aquella sociedad, más humana, lo había acogido.

Y era cierto. Cuando Vargas estaba «en malas» y enfermo y hasta deambulando por las calles aquí nadie le hizo caso. Allá en Nueva York la decencia del vivir lo ampara, un Estado más humano: tiene alimentos, cama y un techo y atención médica. Cosas que ninguno de sus encumbrados amigos intelectuales de entonces pudieron ofrecerle en lo mínimo. Vaya perversidad. Y el Estado ni se diga.

De esa indolencia de la sociedad dominicana fue de la que escapó Vargas.

De esa perversidad fue que quizás escaparon desde Duarte hasta Pedro Henríquez Ureña, y que hoy se perpetúa.

Todos los que se van tienen cierta aversión y repulsa por lo que pasa en el país. Pero hay una repulsa que da más miedo. Hay quienes se marchan amargados y dolidos pues han palpado la perversión que existe en este territorio llamado República Dominicana. Fernando Vargas, uno de los pocos dominicanos que escucha sin tener una respuesta, se fue con ese dolor.

Allá en Nueva York, trasladado su espíritu, vive olvidado. Pero vive en dignidad. Vive padeciendo los rigores de la edad y de la vida, pero vive en la sanidad de un espíritu que se sabe libre y protegido. Vive padeciendo el horrible frío neoyorquino, pero salvo del frío más horrible que sintió: el frío del alma humana, el frío de la perversidad que no se condolió de sus dolores. Allá en ese Nueva York que yo dejé está Fernando Vargas, y aunque sé que esa ciudad terminará tragándoselo, me tranquiliza que Fernando se mueve allí con una paz en el alma que no encontró aquí, y tengo la profunda convicción de que aquella serenidad del rostro no la perderá.

La naturaleza extraña de Vargas, como la de Poe y Baudelaire, entenderá y asumirá correctamente la soledad, como el espíritu sabio asume la muerte y el desamor de la vida, mientras los que estamos aquí contemplamos la perversidad de la que Fernando huyó.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas