¡Abajo las armas!

¡Abajo las armas!

Siendo muy joven leí una novela que me marcó para siempre: ¡Abajo las armas! de Bertha Sutter.  Desde entonces, aborrezco la guerra como la mayor calamidad del mundo.

El terrible drama que ha desatado, a nivel mundial, el uso criminal de armas químicas en Siria, el pasado 21 de agosto, que ha costado millares de vidas inocentes, incluyendo 426 niños, según reportan diversas fuentes noticiosas y la posibilidad real de que el Nobel de la Paz, Barack Obama, Presidente de los Estados Unidos insista en intervenir militarmente con armamentos de destrucción masiva en ese país que cuenta  con un ejército numeroso y un material bélico impresionantes, ha exacerbado y dividido la opinión pública como también el Congreso norteamericano y mandatarios de países igualmente poderosos, opuestos  a esa aventura y hasta de viejos aliados (Unión Británica) y el propio Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que se preguntan cuál sería el costo político y humano de esa riesgosa “operación limitada” como la ha  definido su promotor, teniendo en cuenta experiencias no muy lejanas: Vietnam, Afganistán, Irak, entre otras.  ¿Cuán segura  puede ser una acción de esa naturaleza para garantizar la paz, el orden y la convivencia en Oriente Medio,  y  la seguridad para el resto del mundo? ¿Cuán efectiva y eficiente sería el control y la eliminación de  enormes arsenales de agentes químicos dispersos de parte de los agresores y el peligro que representa el uso posterior de esos enormes arsenales que contabiliza la nación agredida si fuera atacada por fuerzas extranjeras?

Así como se debe repudiar y castigar el uso de armas químicas y de destrucción masiva no importa de dónde proceda ni la causa invocada, es monstruoso e  ilícito alentar y permitir, bajo ningún concepto, que la humanidad se vea arrastrada a una guerra    sin sentido, irracional, el peor crimen imaginable como atestigua la historia pasada y más reciente.

La guerra es la perversidad misma, la mayor aberración humana, la total impiedad. Una vez declarada y desatada con sus secuelas de crímenes, muertes, mutilaciones, destrucción masiva, desolación, exterminio y abusos, no tiene límites moral ni ético que la contenga. Nada ni nadie podrá jamás justificarla. El Nobel de la Paz ha dicho que no le importa tanto las muertes de los civiles en Siria como el que los arsenales químicos caigan en manos de los rebeldes. Por su naturaleza  irracional y violenta,  la guerra de agresión no puede garantizar paz alguna ni la convivencia deseada. No puede alcanzar objetivos que solo la diplomacia, la negociación, la mediación, la racionalidad  y el entendimiento común humano puede producir.

 “No sé si habrá una tercera guerra mundial, pero si la hay,  posiblemente será la última”, dijo una voz. El planeta tierra, ya herido de muerte por la ambición y el egoísmo del hombre, no podrá sobrevivir a la  descarga terrible de  armas terríficas, aniquiladoras, acumuladas por países beligerantes, lo que significa la más grave amenaza del planeta tierra que poderosos jefes de gobiernos, que se presumen amos del mundo, ensoberbecidos, en nombre de la paz, parecen dispuestos a exterminarlo.

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