Fue el ilustre Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel de Fisiología y Medicina (1906), quien en sus Charlas de Café –cap VII– escribió: “Sed indulgentes con la pobre bestia humana”.
Se refería a la capacidad de perdonar.
El evangelista Mateo nos dice que Jesús (cap XVIII, v. 22) declaró: “Perdona, no te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Parecería exagerado, pero es que el rencor, el odio, a quien hace verdadero daño es a quien lo siente… lo mismo que la envidia.
Mantener un rencor es mantener un veneno activo en el alma.
En abril de 1965, militares y corruptos antipatriotas derrocaron el legítimo y maravillosamente promisorio Gobierno de Juan Bosch, electo entre efusivas esperanzas, siete meses antes.
Diré brevemente las ilusiones que afloraron a mi alma cuando escuché, de viva y luminosa voz y vibración, sus planes. Pero existía un grave peligro. Cesaba la manipulada subordinación a los norteamericanos. Se trataba de un Gobierno dominicano, no comunista, pero que si tenía que tomar cosas del comunismo… lo iba a hacer.
¿Un nuevo Fidel Castro? Nuestros militares, habituados a las tradicionales ventajas de inmorales sistemas que les beneficiaban… o los fusilaban… pidieron la intervención militar yankee, que no se hizo esperar. “Otra Cuba a escasas millas náuticas de los intocados Estados Unidos ¡qué horror!”.
Pues el presidente Johnson y su milicia… o al revés… se regocijaron del bocado que les ofrecían y dispusieron una intervención armada que, entre “marines” y cuerpos aerotransportados del ejército, sumaron unos ciento cuarenta y dos mil efectivos. No fue la primera invasión norteamericana a nuestro territorio, pero sí la más espectacular y la que despertó en los dominicanos un amor patrio y un espíritu de sacrificio que parecían dormidos tras los desórdenes revolucionarios internos y la pesadilla tiránica de aquel Generalísimo formado por circunstancias y “marines” gringos.
Mucho han cambiado los tiempos y las realidades dominicanas, pero el heroísmo de nuestro pueblo continuará siendo una poderosa luz de esperanza, una demostración de que aunque a veces parezcamos dormidos en una abulia consumista y permisiva de iniquidades en el manejo de la nación, ya sea en el mal uso de los recursos económicos, envenenados de utilitarismos inmorales, ya sea en la retorcida administración de la justicia en todos sus ámbitos, el país avanza, ve con claridad sus derechos y parece estar dispuesto y resuelto a exigirlos con firme corrección intransigente.
Parece haber despertado de un sueño flojo, desesperanzado, minusválido.
A los héroes de abril de 1965, a pesar de las divergencias humanas inevitables en todo movimiento (las hemos encontrado en todas la revoluciones de todos los tiempos, hasta en la transformadora Revolución Francesa), a esos héroes –repito– debemos gratitud eterna, pero, sobre todo, tenemos con ellos el severo e inamovible compromiso de lograr una patria honesta, aferrada al progreso limpio, orgullosa de sus valores nobles y bravíos.
La Patria que fue el dolor de Duarte.
Donde no hay rencor ni odio, cansancio ni apatía.
Solo trabajo constructivo y esperanza sólida.