Abrir tumbas sin cadáveres

Abrir tumbas sin cadáveres

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Los cuatro hombres entraron al despacho de Menocal, acompañados por un ministril. Ladislao se sentó en una silla de altísimo espaldar frente al escritorio del licenciado Menocal. Dihigo y Valdivieso ocuparon un pequeño sofá en el fondo de la habitación.

El notario ya tenía abierta la puerta de la caja fuerte. La pesada puerta negra estaba decorada con una orla amarilla que se interrumpía en los alrededores del manubrio. Esta zona de la puerta había perdido la pintura. Era la única muestra de los efectos dañinos del tiempo sobre aquella oficina.

Del techo colgaba una lámpara de madera circular con un globo de cristal en el centro. Un tubo bajante, de madera también, disimulaba los cables de la electricidad. Los objetos que había diseminados sobre el escritorio: pisapapeles, abridores de cartas, ceniceros, todos de bronce, lucían resplandecientes; la alfombra no tenía una sola paja; las sillas, el sofá, estaban en perfectas condiciones. Libros y más libros forraban las paredes. Uno de los estantes contenía las «pandectas francesas», según se leía en un rótulo rectangular de cobre con letras doradas.

El notario sacó de la caja fuerte un cartapacio color violeta, amarrado con una cinta blanca; varias hojas de papel, más largas que las ordinarias, envolvían el expediente y se adherían al cartapacio mediante un broche. Menocal se colocó las gafas sobre la nariz, tomó los folios alargados y leyó: «Yo, Hortensio Ruiz Medallón, licenciado en derecho por la Universidad de La Habana, notario público de los del número de Santiago de Cuba, declaro, certifico y doy fe, de que por ante mi compareció la señora Marguerite Bertrand D., casada, residente en esta ciudad, para hacer descripción pormenorizada de los bienes muebles e inmuebles propiedad de su marido Ascanio Ortiz, y de los hijos procreados en su matrimonio con el mencionado señor Ortiz. Estos bienes se encuentran actualmente en proceso de legitimación en los tribunales de segundo rango. La señora Marguerite Bertrand de Ortiz ha redactado una Memoria de su vida, para ser entregada a sus descendientes después de su muerte o en cualquier otra fecha que ella disponga en lo porvenir. Dicha Memoria, lo mismo que la descripción de bienes arriba aludida, quedarán depositados bajo custodia, con arreglo a las leyes vigentes en Cuba, en esta notaría, a partir de la fecha que se indica en los documentos principales que componen el legajo».

El notario entonces se dirigió a Ladislao:   lea usted, por favor, la introducción del primer cuaderno; y extendió el documento por encima del escritorio. El húngaro agarró con fuerza los papeles y comenzó a leer con voz grave: «Mi padre aprovechaba todas las ocasiones que tenía para enseñarme las técnicas del canto; después desaparecía y pasaba mucho tiempo antes de que volviera a verle. Viajaba al extranjero con la compañía del compositor Ruggiero Leoncavallo. Mi madre lo echaba de menos. Ella siempre abría la puerta ansiosamente si alguien tocaba la campanilla. Esperaba cartas que no siempre llegaban. A veces sólo era el aviso de que debía ir al banco a retirar un cheque que enviaba mi padre. Marusia quedaba resentida: «Manda el dinero y a mi no me dice nada»; «mientras él canta en otro país yo padezco en esta ciudad infame donde odian a los rusos, a los alemanes, a los austriacos, a todo cuanto yo amo». «¡Estoy de más en el mundo!» Lo decía en francés, para colmo; los vecinos, a veces, la oían despotricar contra «las costumbres vulgares de los parisienses». Llegué a creer que todos los hombres se iban periódicamente, como mi padre, que eran pájaros que pasaban volando por nuestras vidas».

«Mi madre era una mujer bella, elegantísima, que vestía con un buen gusto exquisito; orgullosa, temperamental, capaz de realizar actos generosos de santo desprendimiento. Algunas veces rozaba la insensatez.

Recibía el dinero de mi padre y enseguida procedía a ayudar a los enfermos de un hospicio. Después descubría que faltaba dinero para pagar el colegio de sus hijos. Gastaba más de la cuenta en la ópera, en los conciertos, en los restaurantes de moda. Tal vez fuera una manera autodestructiva de vengarse de las prolongadas ausencias de mi padre. Decía: «a los franceses les da lo mismo una mujer rusa que una de Ucrania. Para ellos, al fin y al cabo, son dos mujeres rusas». Mi madre no podía aguantar esas «faltas de sensibilidad y de educación». Son burros con ropa limpia, concluía; y las cosas empeoraron para mi madre con la revolución. Una rusa hermosa y elegante podía ser una espía pagada de los bolcheviques. Pero ella nunca sintió simpatías por esos líderes radicales. Había sido criada por funcionarios conservadores, educada en el respeto a los nobles, al orden establecido. Quiero decir que sufría doblemente: por la guerra mundial y por la revolución comunista; por mi padre, declarado desertor de la conscripción por las autoridades francesas».

«Mi madre tenía días en los que no dormía. Amanecía con los ojos enrojecidos, olvidaba los compromisos sociales, se quedaba adormilada o aturdida en cualquier sillón. Los médicos recetaron «pastillas sedantes y jarabes para los nervios», según lo decía mi hermano pequeño. Recuerdo el día fatal en que mi tía, hermana de mi padre, llegó de la Turena y nos dijo a los dos: tendrán que pasar unos cuantos días con nosotros; tu madre irá dos semanas a una casa de salud, en Suiza; tu padre ha hecho los arreglos para que sea internada en la institución». Santiago de Cuba, 1993.

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