Aunque han pasado 21 años, Ernesto no olvida aquel miércoles 12 de febrero de 1992 cuando su profesora de primaria le pronosticó que nunca serviría para nada.
El tiempo se encargó de hacerle ver a esa docente que estaba equivocada. Pero graduarse de la universidad con honores y conseguir un buen trabajo no eliminaron la sensación de fracaso que perseguía al muchacho.
Me hice pediatra para nunca olvidar que fui niño, para tratar de velar por ellos. Sin embargo, tuve que luchar con el sentimiento de inutilidad que me embargaba, que me derribaba. Pasé años en consulta siquiátrica y sicológica, narra.