JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Observo los ciclos del tiempo manifestándose en días y noches, en primaveras y veranos, en nuestros tropicales otoños confusos e inviernos que apenas constituyen un nombre que poco significa por estas latitudes de calores variables. Pero nada está dejado al azar. Todo tiene razones y causas, por más que nos esté vedada su mecánica trascendental.
¿Por qué sucede lo que sucede?
La pregunta ha dado tantas vueltas, que hasta en la música ha entrado sembrando inquietudes. Se sabe que la última frase del último cuarteto de Beethoven -y hasta lo refiere Milán Kundera, el narrador checo, en su obra La insoportable levedad del Ser – está escrita sobre dos motivos: Muss es sein? (¿Tiene que ser?), gravemente preguntado, para desembocar en la contundente respuesta; Es muss sein. (¡Tiene que ser!) Schumann también utilizó sinfónicamente la pregunta y la respuesta.
Nos movemos entre incógnitas. Entre causas. Ahora, la suposición de una primera causa o causa prima es un requisito teológico, y tenemos que remitirnos a la Suma Teológica de Tomás de Aquino (1, cap. 46, art. 2, réplica a objeción 7) naturalmente atacada irracionalmente por Schopenhauer.
Desbordaría las naturales limitaciones de un artículo periodístico actual, la pretensión de entrar en detalles sobre tan peliagudo asunto que se mantiene inamovible en las tinieblas del entendimiento.
Además, el lector común, aunque poco común en sus intereses culturales, no terminaría de leer estas líneas.
Hablemos pues, lo más simplemente posible de las causas, de lo causal y lo que para nuestra tranquilidad llamamos casual.
Que para mí no existe.
Podríamos decir que prácticamente no hay filósofo ni hombre de ciencia que no utilice su propia definición de causa. La primera y más sistemática codificación de tan tormentosa palabra la debemos a Aristóteles, quien elaboró ideas sobre ideas de Platón. Según Aristóteles, no bastaba una sola clase de causa para producir un efecto (¡cuánta razón tenía!). Hablaba de cuatro clases de causas: La causa material (causa materialis de los escolásticos) que ofrecía el receptáculo pasivo sobre el cual actuaban las demás causas; la causa formal (causa formalis) que proveía la esencia, idea o cualidad de la cosa en cuestión. También la fuerza motriz o causa eficiente (causa efficiens), o sea, la compulsión o energía externa que opera sobre los cuerpos y, finalmente, la causa final (causa finalis), que completa todo el proceso.
La doctrina aristotélica de las causas persistió en la cultura oficial de Occidente hasta el Renacimiento. La ciencia alcanzó informaciones inquietantes, que hicieron tambalear tinglados del pensamiento filosófico, pero el lema del determinismo causal en lo referente al problema de los cambios, de las alteraciones, de los movimientos es la máxima peripatética (doctrina de Aristóteles, quien enseñaba deambulando, de allí el término que significa deambulación): Todo lo que se mueve es movido por algún otro, o por alguna fuerza externa (Omne Quod Movetur ab Alio Movetur).
Para el causalismo nada puede moverse por sí solo, nada cambia por cuenta y voluntad propia.
Un escolástico tomista de tiempos recientes (McWilliams, 1945, Physics and Philosophy, pg. 27) nos dice con toda claridad: El sujeto del cambio nunca está cambiando sino que está siendo cambiado.
¿Qué eso nos libera de responsabilidades?
No necesariamente, porque existe una aceptación responsable en el individuo.
Aunque tenemos que aceptar que no toda persona posee la claridad mental y la energía para imponer los criterios que corresponden a conductas nobles y positivas.
Existen enfermedades del cuerpo y del alma, de la maquinaria física y del misterio.
El persa Khayyam dice en una Rubaiyata atormentante:
Nunca sabrás de nada, ¡Oh! tú, criatura triste. / No verás del misterio más de lo que ya viste…
Ojalá que no sea así.
Que nos llegue un poco de luz.