Acerca de la familia y los cambios envenenados

Acerca de la familia y los cambios envenenados

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
A cada generación le ha gustado creer que sus inclinaciones y tendencias son absolutamente modernas, olvidando o desconociendo que, por un principio inevitable de continuidad, los sucesos están montados sobre sucesos anteriores.

La naturaleza no hace saltos y el camino hacia cada acto de una generación -si no es un acto sorprendentemente novedoso sino verdaderamente nuevo- ha sido en alguna medida preparado por generaciones anteriores. Las interioridades de los descubrimientos e invenciones, así lo demuestran. Tomando la frase de un gran pensador podemos repetir que vemos más lejos porque nos ponemos de pie sobre hombros de gigantes, que a su vez hicieron lo mismo. Hay una institución, también producto del pensamiento antiguo, que desde hace tiempo se ve cada vez más amenazada. Se trata de la familia, que se desmorona.

Hace años, en un templo situado en el corazón de Texas, escuchábamos la voz, alarmada al máximo, de la Iglesia Católica, advirtiendo, casi a gritos, la urgente necesidad de solidificar la institución familiar, avisando los peligros que fructifican del desmembramiento de la familia, de la ausencia de autoridad paterna y materna, peligros cuyos resultados son cada vez más visibles. Llamaba al restablecimiento de la autoridad de los jefes de hogar, y conectaba a esto la salvación o destrucción de los Estados Unidos.

Pero siempre aparecen voces que, amparadas en un prestigio ganado con ideas y descubrimientos positivos, hacen grandes daños con efectismos verbales o a consecuencia de decepciones personales y observaciones envenenadas. Tal el caso del antropólogo y sociólogo británico Edmund Lech, del King’s College de Londres (1910-1961), autor de una teoría funcionalista y dinámica de la estructura social, quien aseguraba que la familia y la vieja generación constituyen las causas del descontento social, afirmando que «lejos de ser la base de una buena sociedad, la familia, con su estrecha privacidad y sus grupos secretos, es la fuente de todo descontento» («Replanteamiento de la Antropología», 1961).

Pero desde la institución de la familia, que se atribuye a Fuh-hsi, primer Emperador histórico de China, que vivió más de dos mil años antes de Cristo, quien también estableció las leyes matrimoniales, organizó los clanes e introdujo el apellido (P.J. McLaglan: «Chinese Family»).

En todas las razas y en el curso de cada existencia individual, la familia es el primer medio de educación. No sólo produce los renuevos que habrán de perpetuar la raza, sino que le transmite, desde el principio mismo de la vida, la ley moral que hará posible una coexistencia, una vida constructiva y útil en las sociedades.

En el orden social, la familia es la despositaria y transmisora de las tradiciones sociales y políticas, que pasan de generación en generación, y que se van modificando impulsadas por nuevas realidades, por nuevas circunstancias.

Siempre hubo diferencias entre una generación y otra. En ciertas épocas se respetó más que en otras la sabiduría y experiencia de los mayores, pero los cambios se producían dentro de la maquinaria familiar. El cambio fue una evolución que añadía el humano consciente e inteligente de cada época al germen educacional y moral recibido a través de la familia en la cual vivió.

Y la sociedad, el mundo, fue cambiado a fuerza de necesarias educaciones, pero con un criterio familiar.

Hasta los bárbaros del Norte, que conquistaron los dominios de Roma, eran tan conscientes del valor y proyecciones de la familia, que las ofensas hechas a un individuo se hacían comunes a cuantos componían la familia.

Nos preocupa la gran desintegración familiar que crece como una pompa de jabón ante una lamentable apatía bastante generalizada.

La extensión de los horarios de trabajo, el incremento del tiempo que se requiere para trasladarse de un sitio a otro, sea de trabajo o estudio, la aceptación de modos de vida cada vez más demandantes en costos diversos, el doblegamiento ante la pretenciosa fanfarronería y la infatigable competitividad en cuanto no es lo más importante, todo atenta contra la buena salud de la familia. Los hijos crecen con un mínimo contacto con sus padres, que limitan sus obligaciones a proveer lo indispensable mediante esfuerzos que no siempre son justificables, creando ambiciones infantiles y juveniles que sobrepasan posibilidades y parten en trozos tanto la moral como la decencia, tanto las modernas virtudes que puede tener el humano como también las aspiraciones nobles.

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