Acerca de la inspiración

Acerca de la inspiración

De suscribir el dictamen, acaso abusivo, de Alfred Norh Whitehead, la filosofía de Occidente apenas alcanza a ser una nota al pie de página del pensamiento de Platón. El hecho de que discrepemos, por considerarlo extremoso, de semejante parecer, ni por un momento nos impedirá percibir el núcleo de verdad que la expeditiva sentencia del autorizado lógico inglés encierra: Desde que el aristocrático hijo de Aristón y Perictione legara a la humanidad el tesoro invaluable, exasperantemente hermoso, de sus diálogos socráticos, bien para recusar, bien para encarecer, hasta el día de hoy no han cesado los filósofos de consumir el substancioso manjar –a juzgar por las apariencias inagotable que sobre la mesa de la metafísica, con ática elegancia y sin par enjundia, nos obsequiara Platón dos mil quinientos años atrás… En otras palabras, la reflexión platónica, lejos de proponérsenos en tanto que etapa superada de la filosofía, apta apenas para interesar al historiador erudito, al arqueólogo de la cultura, se nos impone a modo de ineludible venero de ideas siempre jóvenes, de concepciones eternamente vivas cuyo poder de fascinación nos fuerza a recurrir a ellas todavía hoy cuando intentamos no extraviare el rumbo por los enmarañados predios del contemporáneo cavilar.

¿Qué hace el viejo Platón en estos renglones supuestamente dedicados al tópico de la inspiración?… Aun cuando para nosotros, hombres y mujeres de un irreverente siglo XXI tan satisfechamente hedonista como pragmático hasta la insolencia, el vocablo ‘inspiración’ descubra al paladar del intelecto inconfundible sabor romántico, lo cierto es que la exaltación decimonónica de la sensibilidad a la que se nos antojó bautizar con el nombre de romanticismo, lejos está de ser progenitora de la insustituible noción que la citada voz denota. Si no es discutible que los escritores románticos, inclinados a dar por oportuno cuanto arrebato pudiese poner de manifiesto en la expresión la singularidad omnívora del genio, contribuyeron notablemente a popularizar la idea que el término ‘inspiración’ recoge, no luce prudente ni acertado perder de vista que todo lo que atañe al caso de la inspiración, en su formulación originaria y ya prodigiosamente elaborada, remite a la Antigüedad Clásica, más específicamente al diálogo de Platón ‘Ion o de la poesía’.

En efecto, es en esa breve, penetrante y simpatiquísima indagación donde el Sócrates platónico, haciendo gala de la formidable ironía que le caracteriza, arrastra al ingenuo rapsoda Ion de Efeso a debatir la cuestión de por qué es él magnífico comentador de Homero, cuando se hace evidente que el conocimiento que tiene de ese poeta, si fuera producto del arte y de la ciencia, le permitiría expresarse con similar fundamento y brillo de las composiciones de los demás aedos, que tratan, poco más o menos, los mismos asuntos, empresa que el propio interpelado confiesa no está en capacidad de llevar a cabo. Refiramos las exactas palabras del aturdido Ion: “Pero entonces, Sócrates, ¿me dirás por qué, cuando se me habla de cualquier otro poeta, no puedo fijar la atención ni puedo decir nada que valga la pena, y en realidad me considero como dormido? ¿Por el contrario, cuando se me cita a Homero, despierto en el acto, presto la mayor atención y las ideas se me presentan profusamente?”

Es ahora cuando Sócrates (compadecido talvez de la ufana ignorancia de su galardonado amigo) accede a exponer su opinión; y desde que Platón lo estampara, no ha dejado el socrático juicio de complacer o de mortificar a cuanto estudioso de la literatura, durante dos milenios y medio, se ha quemado las pestañas examinando materia de tan controversial jaez.

¿Cuál es el criterio de Sócrates? A su entender, el talento de Ion para hablar de manera excelente sobre Homero no es efecto del arte (esto es, de una competencia que se adquiere por estudio y aprendizaje), sino que es “no sé qué virtud divina que te transporta”… “no es mediante el arte, sino por el entusiasmo y la inspiración, que los buenos poetas épicos componen sus bellos poemas. Lo mismo sucede con los poetas líricos. Semejantes a los Coribantes, que no danzan sino cuando están fuera de sí mismos, los poetas no están con la sangre fría cuando componen sus preciosas odas, sino que desde el momento que toman el tono de la armonía y el ritmo, entran en furor y se ven arrastrados por un entusiasmo igual al de las bacantes, que en sus movimientos de embriaguez sacan de los ríos leche y miel, y cesan de sacarlas en el momento en que cesa su delirio.” Por ende, “el poeta es un ser alado, ligero y sagrado, incapaz de producir mientras el entusiasmo no le arrastra y le hace salir de sí mismo.”

El elogio de Platón a los poetas –no hay dificultad en advertirlo es ambiguo: de un lado, los alaba otorgándoles el papel dignísimo de intérpretes de los dioses; pero, en contraposición, los condena, en orden a la intrínseca irracionalidad de su quehacer, a esa suerte de alineación creadora que anula por entero la voluntad y el libre albedrío, atributos superiores del espíritu humano.

Que el enajenamiento que la inspiración implica repugne a una época escasamente afecta como la nuestra a los arrobamientos de lo sagrado no puede sorprender. Y nos parece comprensible que Valery, mente lúcida y vigilante como pocas, enfrentando la tesis de Platón, afirmase que los dioses ofrecen el primer verso; pero que el resto del poema es fruto de consciente labor y arduo trabajo. ¿Tiene razón Valery? ¿La tiene el sabio heleno?… Que el acucioso lector por sí mismo resuelva.

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