Acerca de nombres y honores

Acerca de nombres y honores

    Desde aquellos años en que yo era un  niño azorado, con un extraño interés por entender la vida, -que me parecía y me parece incomprensible-  fui un admirador de un jovenzuelo simpático, a la vez que arrogante y seguro de sí mismo: Carlos Piantini.

   Durante un tiempo recibíamos lecciones de violín del profesor alemán Willy Kleinberg, quien destapó una rabieta irrefrenable en alemán cuando encontró  a Carlos acostado en su cama, practicando descuidadamente. Pero se trataba de algo más que un estudiante de violín.

   Piantini era dueño de una vigorosa musicalidad, aunque no estuviese dispuesto a darle al violín la disciplina para lograr una técnica que es muy exigente. Así volcó su talento y energía positiva en la dirección sinfónica, y nos hizo a todos mucho bien.

   Que la Sala Principal del Teatro Nacional, institución a la cual aportó una energía e imaginación que solo él tenía, lleve su nombre, es un acto de justicia y correspondencia.

 Pero hubo un artista dominicano que alcanzó lugar privilegiado  en Europa como virtuoso del violín: Gabriel del Orbe. Su nombre aparecía junto al de los más grandes personajes del arte. Propuse su nombre para el Teatro. No me hicieron caso.

    ¿Méritos ciertos? Ningún violinista dominicano ha alcanzado tan altas posiciones. Yo tan solo logré integrar lugares importantes en las Sinfónicas de Dallas, Cincinnati y Cleveland. Luego fui contratado como Konzertmeister en la Sinfónica de Hannover (Alemania). No más.

     No fui un solista de primera línea, como lo fue Del Orbe.

     Ahora se está proponiendo designar el Palacio de Bellas Artes con el nombre de Freddy Beras Goico. ¿Qué tiene que ver el querido y valioso Freddy con este templo de la cultura dedicado al arte clásico, cuando él estaba enfocado en otra dirección?

    Talentoso, lo era. Cuando se me ocurrió la idea de levantar fondos para la endeble Sinfónica, recurrí a este gran comunicador, humorista, defensor de las causas sociales para que interviniera en un concierto en el Teatro Nacional, en el cual él dirigiría música clásica española que le atraía enormemente. Sería un acontecimiento ver a Freddy dirigir con propiedad secciones de la ópera “Carmen” de Bizet y fragmentos luminosos de otras obras hispanas que trabajó tenazmente conmigo. Los fondos habrían de solucionar cortedades financieras de la Orquesta. Apenas llenamos medio teatro, porque nadie sabía si se trataba de una inusual comedia de Freddy o un disparate con ramalazos clásicos.

   Me dijo al final: “Nos jodimos, Jacinto, la gente no sabe si esto es un relajo o es un trabajo que vale la pena”.

  Mala publicidad. Ambos aparecíamos de frac, con rostro de importantes. ¿Qué demonios era ese comediante dirigiendo en serio?

     Freddy respetaba tanto la Sinfónica que mantuvo severa la publicidad y el público no sabía a qué atenerse.

     Hasta ese punto llega el poder de la prensa.

Reconozcamos a Freddy en el ámbito de lo que fue. Honrémosle como se merece. No es necesario que el Palacio de Bellas Artes lleve su nombre para mostrar su indiscutible valía.

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