Acerca de vagancia e insensibilidad

Acerca de vagancia e insensibilidad

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
En tiempos dictatoriales, cuando todavía el país era una extensa aldea controlable mediante diversos matices de la fuerza cruel, la vagancia estaba prohibida, así como el ausentismo escolar de estudiantes de primaria, por lo menos en zonas controlables. Había lo que llamaban «alcaldes de barrio», con cierta autoridad en su vecindario. Añosos señores que, en mi niñez, me narraban detalles de sus años infantiles y juveniles y contaban que de no estar en la escuela había que estar trabajando. Aprendiendo un oficio. De hecho, en la imprenta de mi padre, todavía por los años cuarenta y cincuenta, había «aprendices» de tipografía, de control de impresiones y hasta de fotomecánica – el proceso de hacer fotograbados – que incluía conocimientos de química, necesarios para familiarizarse y respetar escrupulosamente el orden y proporciones adecuados para verter los líquidos que habrían de sensibilizar a luz una placa de vidrio.

También habían muchachos torpes, que solo servían para barrer, recoger papeles y trapos sucios de tinta de imprenta, y hacer mandados como ir a comprar pan y salchichón en la pulpería de Martín en la esquina, y regresar cansinamente con la boca semi-abierta y una torpeza casi radiante.

Pero no había vagos dedicados profesionalmente a la mendicidad, como hoy.

No había maestros de la simulación, que adoptan una expresión de drama espantoso mientras piden ayuda y, a seguidas, definido el resultado, retornan al disfrute y el relajo.

En cierta ocasión, durante bastante tiempo, siendo director del Noticiario Nacional de Televisión, dispuse una campaña de filmaciones callejeras, a fin de que el gobierno del Dr. Balaguer pusiera atención al problema de las carencias educativas, la vagancia y la simulación. A diario televisaba esa sección.

No se hizo caso a la campaña. Al drama de la niñez desprotegida.

No se le ha hecho después…gobiernos vienen y gobiernos van.

En muchas convergencias de calles y principalmente avenidas del sector pudiente, aparecen mujeres -muchas haitianas con niños, también dominicanas que «alquilan» o tienen bebés- pidiendo con rostro agobiado: «déme algo, el niño no tiene leche» o «no tenemos qué comer».

Y uno les da unas monedas.

 Ya un peso no sirve de nada. Hará poco más de un año que un pedigüeño, indignado, me devolvió la moneda, tirándola por la ventana del automóvil.

En una zona rica de la capital aparece un individuo correctamente trajeado con saco, corbata y sombrero haciendo juego, que limpia los vidrios delanteros de los vehículos de lujo que detiene el semáforo.

¿Cuál será su tarifa?

¿Se atreverá alguien a darle menos de diez pesos por su labor?

La gran sorpresa me la llevé en Belgrado, Yugoeslavia, cuando, tras el final del régimen del Mariscal Tito, me encontré con los limpiadores de vidrio, con caras de pocos amigos (si tuvieron alguno) que tiraban una esponja mojada y enjabonada sobre el parabrisas del auto, y había que darle propinas, reclamadas con inconvincente pacifismo.

Parece que la práctica se ha extendido por otros países.

¿Es que se ha extendido la miseria y el convencimiento de que es más útil esta práctica impuesta, que trabajar regularmente?

Hay zonas newyorkinas en las cuales, si usted no paga por una limpieza de parabrisas que no necesita, le rompen el cristal con una barra de hierro.

¿Es que estamos dominados por el miedo, la amplia angustia y la inseguridad?

En su Introducción General al Psicoanálisis, serie de conferencias dictadas por Sigmund Freud en Viena en 1920 (no lo estimen vejeces, porque el humano no ha cambiado) decía: «No voy a entrar en discusión sobre si la palabra Angustia, Miedo, Susto, significan lo mismo o diferentes cosas en el uso común». Más adelante dice: «La angustia real o gran miedo aparece para nosotros como cosa muy natural y racional. Debemos llamarla una reacción a la percepción de un peligro externo, de un daño esperado o previsto y puede ser considerado una expresión del instinto de propia conservación».

Creo que la angustia, la estrechez económica sin adecuado apoyo y protección del Estado, la angustia de las carencias y escaseces nos sensibiliza ante quienes, desafiando el fuego del sol tropical, el estar zigzagueando entre vehículos que en cualquier momento emprenden rauda su marcha, todo unido en un tinglado subconsciente, nos hace vulnerables; y el miedo, el susto freudiano se mezcla íntimamente con la conmiseración, con el dolor de una sociedad mundialmente injusta.

Unas más que otras.

Todas insensible y crueles.

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