JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Querríamos meternos en los tiempos mágicos. Hundirnos en el asombro. Ahora que nos lo han quitado a fuerza de tecnologías inconcebibles, pero que están ahí, dándonos el frente con esos artefactos, cada vez más delgados y pequeños que nos muestran lo que está sucediendo al otro extremo del mundo mientras aún acontece y nos dejan escuchar las palabras que pronuncian los protagonistas en ese momento a muchos miles de kilómetros de distancia.
Y resulta que lo positivo, noble y bondadoso, lo que se supone que nos otorgue el título de seres humanos, cuando ejercemos buenas conductas, no es noticia y es mundialmente resaltada sólo si alguien paga. Así nos queda que la globalización, mal aplicada, enfatiza malignidades, abusos, reiteración del poder del más fuerte sobre el más débil.
Por supuesto, no considero mal que se difundan las denuncias acerca de injusticia y absurdidades.
Cuando veo fotos de revolucionarios armados con equipos costosísimos mientras su gente se muere de hambre, sed, miseria, obligada a comer hasta raíces, hojas y tierra y los rebeldes revolucionarios están fuertes y bien nutridos, se pregunta uno ¿quién y porqué paga por tales equipos de muerte, en lugar de invertir en un mejoramiento poblacional?
Siempre ha habido miseria. Pero todo tiene gradaciones y tiempos.
Un campesino de la Edad Media no es uno de hoy. Un rey o mandatario de hoy no es uno de ayer, ni lo es la actitud de los subordinados.
Hay que mencionar que el teórico de la famosa revolución industrial en inglaterra fue Adam Smith, el profesor de Glasgow autor de un libro de enorme importancia: La Riqueza de las Naciones, que durante más de un siglo llegó a ser la Biblia de los economistas. Allí se predicaba el dejad hacer, la libre competencia, la confianza en los movimientos espontáneos de la economía. A los ojos de Smith y de sus discípulos -ya nos cita la Historia de Inglaterra sus ideas: Un Dios bienhechor ha organizado el Universo de tal modo que el libre juego de las leyes naturales asegura la mayor felicidad al mayor número de gentes.
Así debería ser. ¿Pero lo es? La voracidad es un instinto hondamente implantado en el humano. Más. Más. Más. Siempre que exista impunidad al castigo que, lamentablemente, funciona al servicio de intereses políticos.
Hay que conceder que la mecánica se ha aclarado en las nuevas formas.
Al abuso claro de los mandatarios del pasado remoto y cercano, sobrevino la esperanza de una justicia social. Removido Saddam Hussein, sacado Idi Amín, desaparecido Hitler entre cenizas junto a su bunker, muerto Stalin, acribillado a balazos Trujillo, desintegrados los Somoza y los jefazos de por aquí y por allá, ¿no había espacio para la esperanza? Sí, la había.
Pero fue una tomadura de pelo en cuanto a justicia social. Los fuertes mandan, los débiles obedecen.
Viniendo a nuestro país, vemos cómo los choferes organizados son fuertes y se les teme. Y amenazan y se les complace. Se han ganado el título de Los dueños del país y se presentan como los únicos padres de familia.
Añadiré que mi padre fue el inventor del carro de Concho, cuando sugirió a Amadeo Barleta que estableciera una ruta de automóviles entre Santa Bárbara y El Conde, para facilitar el movimiento de la población capitalina.
Lo que menos imaginó es que tal propuesta terminara en tal caos.
Y en tales negocios abusivos.